Por Emilio Revolver
@emiliorevolver
Fotos: Juan Leduc
@nosoyjorge
Las voces suben lentamente como la espuma y bajan rápido, como el sonido de un vaso vacío. Un grupo de individuos beben y conversan entre sí sentados en el pasto frente a los escenarios Azul y Rojo. A lado de ellos hay una carpa con sillones y unas edecanes regalando cerveza. El calor es generoso pero no molesto. Todo ocurre en un ambiente de cordialidad y confort que se asume irreal. En nada recuerda el desgaste que se sabe es cualquier festival. Es más como un pic nic de melómanos. Al contrario de lo que se entiende por festival en México, hay más pasto que curvas para coches; hay gradas pero cálidas y cercanas a la acción, no hay mucha ni poca gente; se puede escuchar y ver a las bandas sin esfuerzo y sin importar el lugar, y en cuestión de sonido, a veces está un poco fuerte pero nunca bajo. El Nrmal es la postal improbable de un fin de semana donde todo marcha bien.
Las voces comienzan a llegar. Los muchachos ponen los primeros vasos sobre el pasto y discuten tranquila y pausadamente si lo mejor del primer día fue Fatima, una sueca que ha improvisado al soul como familia, o Chain and The Gang, por su corte garage y la guapa guitarrista. Alguien recostado en un cojín en forma de mano asegura que es un festival con reglas muy precisas: de antemano todas las bandas serán raras, la mayoría las escucharás por primera vez, algunas por última, pero lo que de todo ello quede será la estampa encantadora de ciertos raritos. La chica de lentes oscuros dice que Jerry Paper es uno de ellos. “Salió en un kimono, descalzo… su música es lo que haces saliéndote de bañar frente al espejo y sus ojos de búho merecen un premio”.
El nivel de rareza sigue subiendo. “Hubo un acto improvisado”, comenta un grupo cercano, “por el que cancelaron a Modeselektor, y sacaron a una banda con 5 bailarines bailando a lo pendejo. Uno de ellos movía el hombro con tics y hacía flexiones… era el wey más chido”. El acto se graba en el cerebro porque nadie estaba tocando (ni bailando), todos simplemente se “contoneaban” pegados a un ipod. Uno de ellos se aventó al público y se estampó en el piso. Se refieren a Kirin J Callinan y a un acto improvisado que montó ante la cancelación de Machinedrum; Callinan ya previamente había demostrado sus dotes de anormal al regalar unos tenis al ganador de un concurso de “fuercitas” que llevó a cabo sobre la espalda de uno de sus músicos.
Cabe la aclaración de que todo esto es real y nada mentira. Todo era a ese nivel de genuinamente extravagante. “En estas carpas triangulares que adentro tienen luces, te metes y hay otra música dentro del festival, una iluminación que te deja epiléptico y sientes que estás en otro lado”, le explica un muchacho a su amiga, sentados en columpios. En efecto, en el festival hay columpios. Están cuidadosamente escondidos en cortinas de papel celofán, pero no son lo más sorprendente sino que hay carpas de todo tipo, las que emiten sonidos, las que están para dibujar, las hay para tatuarse, otras para ver y comprar arte a la venta y más temprano que tarde aparecerá ante los ojos una rampa de patinaje donde niños expertos hacen piruetas. La tarde transcurre agradable y cercana, todo, misteriosamente, sigue en su sitio.
Un joven enfundado en chamarra azul, después de defender a los densos The Black Angels, asegura que “La gente ya no se divierte como debiera en un festival. Cuando bailo la gente se me queda viendo feo”. Pasa de un lado a otro con sus botas picudas, camisa a cuadros y uñas largas; su amigo asegura que vio a unos tipos comer lodo una vez, pero en otro festival, de esos donde pasan cosas horribles, no en este donde todo es perfecto. Atrás tocan los canadienses METZ, con su habitual crudeza, estrenando canciones sin parafernalias ni adornos, lo que resulta en ese contexto un verdadero gesto provocador.
Al caer la tarde, los trabajadores de Cocina Central hablan de la instalación de Rouge Motel, un edificio vertical donde subían distintos tipos a hacer ruido con guitarras; “como estábamos con el reto de la cocina, quedó muy ad-hoc porque la idea era cocinar en chinga, la música era tan estresante que los chefs sudaban y se apuraban”. Su compañero dice que uno de los chefs que ganó el concurso hizo una hamburguesa con la cabeza de un conejo adentro. “Tengo que decir que es una de las mejores hamburguesas que he probado”.
Lo raro y lo amigable continuaban de la mano hasta la llegada de Swans. Ya en la noche, la banda de Michael Gira parece ocurrir en otro lugar, a kilómetros de toda la música que había sonado hasta ese momento. Crescendos sobre acordes repetitivos y lentos montan una fenomenal pista de despegue para un ritual que abre y cerraba el sonido de un gong. “Swans sí está muy…”, trata de explicar un tipo sentado con aspecto solitario y cansado, bastante lejos de la acción. “Llegamos simplemente para ver Future Islands y estuvo muy bueno”, dicen dos paps, también sentados lejos de la acción. “Simplemente Swans está muy bueno pero no es lo normal”, dicen, y lanzan esta sentencia: “Los fans de Swans es lo más raro que he visto”. A cierta hora de la noche parece que todos los asistentes están hablando de Swans. “Como si fueras a un velorio de rock”, platican unas chicas, mientras el sonido de la banda sigue martilleando con los últimos compases. “No me imaginé que hubiera una banda así”. “Ya corrieron un chingo de gente”. Las voces que hablan sobre lo extraño se aceleran, están en ebullición. “He visto unas morras bien guapas todas metaleras, tatuadas y perforadas y eso se me hace muy peculiar”. “El columpio es genial porque te sientes princess ladys con el celofán”. “Cuando me desperté en la mañana todavía me zumbaban los oídos por The Black Angels”. Una risa indetenible que entrecorta las frases dice “estuve trabajando y me tocó ir a decirle a la pareja que se la llevaran leve, que no se quedaran cogiendo ahí”. “Todo está tan raro que ya no me sorprende”, dice una pareja sentada tranquila en un muro a un costado del escenario electrónico, el Red Bull Music Academy. Un enjambre de voces que parece estallar zumba a su lado, y cuando esas voces y pasos parecen llegar a un límite comienza Omar Souleyman. Aparece con lentes negros y turbante, solamente acompañado por un músico en 2 teclados que hace todo. Él y sus propias palmas son toda la compañía que necesita Souleyman. Termina con justicia un banquete de sonidos nuevos y únicos. Alguien cuenta que él empezó como músico de bodas y que ahora es tan mamón como Madonna.
Los que no lo han hecho empiezan a salir. El cansancio se apodera de las extremidades a un nivel que tan sólo pensar en la dirección del after hace temblar. En el camino alguien a golpes de tabaco recomienda a Bocafloja y a Mouse on Mars. “Nunca los había escuchado pero nos pusieron a bailar bien macabro”. Las voces comienzan a apagarse. A la salida algunas bromas súbitamente mueren frente a la silenciosa imagen de tres soldados que guardan la entrada del deportivo Lomas Altas con metralleta en mano; el único detalle oscuro en un fin de semana en el que lo friki y el confort iban de la mano. Dos personas se despiden con un apretón lejano y exhausto y el deportivo queda otra vez en silencio, es él el que ha desparecido, se ha quitado su disfraz y queda sólo una avenida en la que resbalan autos. Todos se han ido satisfechos, porque todos por un par de días han acariciado a la suave bestia de la música desconocida y la han encontrado placentera. Para concluir habrá que decir que dentro de ese desfile extravagante, lo más genuinamente raro es el propio festival, porque nos hace repensar lo que los festivales son, y lo que deberían ser; nos hace recordar que los eventos masivos en México en general son excesivos, crueles y es innoble la forma en que tratan a las personas, tanto trabajadores como espectadores. El Nrmal nos muestra con la cara del trabajo y el ingenio, que los espectadores tenemos un largo camino de exigencias para los pretendidos mejores festivales de México.