A Emahoy hay que pensarla, o escucharla, desde el autoexilio. Se me ocurre que necesitamos hacerlo así para comprender por qué su música es un nuevo territorio, un lugar para todos los que necesitamos refugio, de una forma u otra.
En este nuevo territorio pareciera que es el viento el que toca las cuerdas. Gracias a su destreza clásica, las frases musicales se escuchan cristalinas, y podemos agradecerle a su juego tonal que no necesitemos pensar la música, si acaso recorrerla con el espíritu.
Emahoy Tsegué-Maryam Guèbrou Nació en Addis Abeba, Etiopía, en 1923. Por ser hijas de una de las familias más privilegiadas de su país, ella y su hermana fueron las primeras mujeres en ser enviadas al extranjero para estudiar. En el internado suizo aprendió violín y piano. A mediados de los años 30, regresó a Addis Abeba. Algunas fotografías de la época la retratan como una mujer sonriente, con un estilo atrevido para la época, al mismo tiempo sofisticado e innovador. Le gustaba asistir a fiestas de la alta sociedad, montaba a caballo y hasta manejaba su propio automóvil. Fue la primera feminista en trabajar para el servicio civil de Etiopía, y la primera mujer en trabajar como traductora para el Patriarcado Ortodoxo en Jerusalén.
En 1936, Mussolini decidió que Etiopía era el lugar ideal para asentar una nueva colonia e invadió brutalmente el país. Varios familiares de Emahoy murieron y ella tuvo que refugiarse en Europa. A pesar de las tragedias de la guerra, su espíritu musical resistió. Eventualmente, se asentó en el Cairo para continuar sus estudios con Alexander Kontorowicz, reconocido violinista polaco. Practicaba nueve horas diarias hasta que el calor inclemente egipcio la afectó y tuvo que regresar a casa para recuperarse.
A los 23 años le ofrecieron una beca en la Real Academia de Música de Londres, pero por razones que ella evita precisar, no asistió. Fue entonces que “la voluntad de Dios”, de acuerdo a sus propias palabras, la encaminó hacia la vida religiosa. Renunció al piano clásico por completo. Los primeros diez años de su noviciado los pasó en un monasterio, descalza y viviendo votos de pobreza, en la punta de alguna montaña del norte de Etiopía.
A los treinta años, Emahoy había vivido lo que algunos no alcanzan a vivir en tres vidas, como si cada década le hubiera otorgado la oportunidad de nacer, morir y renacer una y otra vez. Tras ese largo periodo en el monasterio, Emahoy regresó a la música. Esta vez componiendo piezas que combinaban sus habilidades clásicas con los cantos y rezos pentatónicos que había aprendido en la iglesia. El fruto es un lenguaje musical propio. Sus valses tienen cierta cualidad circular que se escucha con el cuerpo, pues los compuso alguien que habla más de siete idiomas y que puede traducir al mar en un piano o contar la historia del viento.
“The last tears of a deceased” podría parecerse a un vals de Chopin, pero éste tendría que volverse cascada. Muchas veces hemos escuchado canciones sobre caminos, pero en pocas ocasiones la canción ha sido la deriva misma, como en “The homeless wonderer”. “A Young Girls Complaint” parece una vocecita que repite tres veces su interpretación de las cosas, luego duda, trata de convencernos para convencerse a sí misma y, al final, aprende que relatar es casi o más exhaustivo que la vivencia en primer lugar.
Su música no tiene una métrica fija y es muy difícil marcar el pulso en notación tradicional. Todo es irregular y no se apega a una escala en particular. Su primer álbum salió en 1967, las regalías de ese material siguen siendo donadas a un orfanato. Desde 1984 vive en un monasterio en Jerusalén. Se fue huyendo de Etiopía porque sus creencias religiosas son compaginaban con el régimen marxista del dictador Mengistu Haile Mariam.
La fundación que lleva el nombre de Emahoy se dedica a ayudar a niños en África para que continúen su formación musical. Toda su vida ha sido una luchadora constante y aguerrida por la igualdad. A sus 93 años sigue componiendo, aunque desde su cama. Espera sacar un disco con material nuevo pronto. La colección Ethiopiques le dedicó su edición 21 para solos de piano. Vale la pena escuchar este material de corrido. Y, en otro momento, detenerse a leer los títulos de las canciones antes de que comiencen, pues con un par de palabras levanta el velo que se presumía imperceptible y que nos dirige con un sentido claro en el recorrido de sus piezas.
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Ana Martínez de Buen – @Anamdb