Es bien sabido entre ornitólogos y amantes de las aves que el territorio o la morada de un pájaro no se limita a su nido: las marcas más importantes de su territorio se trazan con sus cantos. Para morar la Tierra, para hacerse un lugar habitable en medio de las inclemencias del desierto, la selva, el bosque o la ciudad, los pájaros cantan.
Existen algunas personas que atienden los cantos de los pájaros como si se tratara de lecciones de las que algo fundamental hay que aprender. Algunas de ellas terminan incluso siendo más pajaros que humanos. Es el caso de algunos poetas y pensadores, pero sobre todo de algunos músicos. Björk es una de ellas.
Cornucopia es la experiencia teatral/musical/digital con la que Björk presenta su último álbum Utopia (2017). “Utopía” en griego podría traducirse como “no-lugar”, pero desde el renacimiento, gracias a obras como las de Moro o Campanella, entendemos por “utopía” un lugar idílico y armónico hacia el que deberíamos dirigir nuestras aspiraciones. La utopía y la música guardan una relación muy particular, una relación análoga con aquella otra asombrosa solidaridad que existe entre los cantos de los pájaros y su territorio. El territorio que se habita no se traza únicamente en extensión (al igual que el pájaro no solamente hace un nido); el territorio que se habita es siempre extensión y algo más. Ya se trate de grupos humanos, de enjambres, de manadas o parvadas, el territorio siempre tiene una dimensión extensiva y otra intensiva: una dimensión “tópica” y otra “u-tópica”. Desde su origen, la música que hacemos los humanos tiene que ver con esa segunda dimensión: la música puede crear fugaces territorios intensivos. A veces se nos olvida, pero la música puede lograr, así sea momentáneamente, que el “no-lugar” de la utopía tenga lugar (por eso es importante no dejar de atender los cantos de las aves). Es muy bello y no es casualidad que lo primero que escuchemos al darle play a la primer canción de Utopia, Arisen my senses, sea el canto de una oropéndola.
Al entrar a la carpa, mientras esperamos el inicio del concierto, nos reciben, eléctricos y extravagantes, casi como sintetizadores, los cantos de pájaros venezolanos recopilados por Jean C. Roché en tan hermoso álbum, Birds of Venezuela, que constituye sin duda el corazón palpitante del paradisiaco ecosistema sonoro de Utopia, el más reciente trabajo de Björk, producto de una muy afortunada unión simbiótica con Arca (otra extravagante y hermosa especimen contemporánea de los animlaes musicales de Venezuela). Los exuberantes llamados al apareamiento de estas aves inundan todo el espacio y anuncian la entrada en otro espacio/tiempo: el tiempo y lugar utópico de Cornucopia. Lo que afuera parecía una carpa se convertirá, gracias a la música, en el “domo matriarcal” en el que Björk nos recibirá, un (no)lugar donde las distancias entre humanos, animales y flores; entre aves, flautas y sintetizadores; entre tecnología y naturaleza, serán disueltas por el magenetismo erótico/musical de Björk.
Los primeros en entrar en escena son el coro mexicano Stacato, bienviniéndonos con un polifónico y juguetón preludio a capela, después del cuál, las luces se apagan y comienza a escucharse un luminoso y vibrante enjambre sonoro que nos envuelve a todos bajo su manto. Se trata de un fragmento de “Family” de su álbum anterior, Vulnicura (2015). Transcribo la letra del fragmento:
I raise a monument of love
There is a swarm of sound
Around our heads
and we can hear it
And we can get healed by it
It will relieve us from the pain
It will make us a part of
This universe of solutions
This place of solutions
This location of solutions
Este enjambre sonoro de alivio y sanación en el que ahora estamos completamente inmersos forma el “domo matriarcal” de Cornucopia, este “lugar de soluciones”. Recordemos que Vulnicura es el, por momentos, desolador álbum con que Björk encaró su separación con Matthew Barney, y cuya metáfora central es la herida que Björk llevaba en el pecho en todos sus atuendos. Utopia por el contrario, al mismo tiempo que es un disco de reunión con la naturaleza, es un álbum de sanación y de reconciliación con el amor. Arraisen my senses, Blissing me y Loss son canciones donde la música ayuda a aprender de nuevo a amar, a mostrarnos de nuevo erótica y afectivamente vulnerables frente al amado, transfigurando las heridas en portales, como nos enseña The Gate, canción con la cuál Bjórk sale finalmente al escenario.
My healed chest wound
transformed into a gate
where I receive love from
where I give love from
Después de desvanecerse los últimos ecos del enjambre sonoro de Family, aparece ante nosotros este portal –prisma iridiscente en forma de vulva– a través del cuál entraremos de lleno en Cornucopia. Y es que más allá de la letra o el hipnótico prisma que se ilumina frente a nosotros, musicalmente, The gate es verdaderamente un portal: un trance y un tránsito. Los electrizantes y acuáticos efluvios que se desprenden de los sintetizadores cada que Björk canta “care for you” nos arrastran con ellos dentro de ese vórtice uterino de amor y cuidado donde se engendran y surgen las fuerzas que le dan forma e impulso a la vida. Sonará raro tal vez, pero pensándolo ahora, la experiencia de esta canción fue como un parto al revés, hacia dentro.
Si quieren probar, les dejo aquí el enlace de la rola para que la escuchen con un buen equipo de sonido:
Verán cómo se van a sentir flotando en posición fetal dentro de un líquido amniótico sonoro.
Útero utópico o utopía uterina: con The gate, la entrada en el “domo matriarcal” de Cornucopia es la entrada en un útero musical. No es fortuito que la canción que le siga, tanto en el álbum como en el concierto, sea Utopia, donde somos testigos de la relación mágica que guardan las flautas con las aves en este paraíso de “cerezos en flor”, y que en sus coros nos repite que la utopía no está en otro lugar más que aquí, brotando como orquídeas de nuestros pechos mientras la música poliniza nuestros oídos.
El coro mexicano Stacato de cincuenta personas, una órfica arpista, un septeto de flautistas islandesas que en el escenario son como un séquito de ninfas que acompañan a Bjórk, los electrificantes sintetizadores de Arca y sus envolventes efectos acusmáticos, las singulares percusiones de Manu Delago, como el “water drum” (compuesto de jícaras de distintos tamaños flotando en agua) y las aves venezolanas de C. Roché son los elementos tan heterogéneos que entretejen con su musicalidad el ecosistema ecoerótico de Cornucopia, donde lo más diverso está entrecruzado y enlazado (los sintetizadores parecen flautas, las flautas asemejan aves y los pájaros que parecen sintetizadores). No podemos dejar de lado también los alucinantes visuales de Tobías Gremmler, que nos muestran, con inigualable elegancia y sensualidad, cómo la música de Björk hace perceptibles las fuerzas eróticas que germinan lo vivo en todas sus formas. Las imágenes que vemos en Cornucopia nunca se dejan determinar en una sola forma, no podemos individualizar del todo a la orquídea, el hongo, el insecto, la mujer, el coral, la medusa: lo que está brotando ante nuestros ojos es la musicalidad erótica de las fuerzas de la naturaleza que no dejan de entremezaclar sus diversas duraciones, medios, individuos de distintos reinos, códigos y partículas para continuar multiplicando las formas de lo vivo.
Lección básica de ecología: dentro de un ecosistema los vivientes están entrelazados a veces de formas tan misteriosas que uno comienza a darse cuenta de que el límite entre lo que es una orquídea y una avispa, un hongo y un halga, una planta y una lombriz está siempre confundiéndose y desbordándose, como ocurre en algunas músicas; y esto es también lo que Björk no deja de enseñarnos en toda su obra: el magnetismo erótico y musical que liga, atravieza y multiplica todo lo vivo en la naturaleza (all is full of love). No es que la música de Björk ilustre o traduzca estas potencias para que nosotros nos podamos hacer una representación de ellas, más bien ocurre que su música encarna estas potencias mismas y las hace atravezar nuestro cuerpo, inundándolo en ellas, como lo demostró en la interpretación de Body memorie, donde rodeó al público en las desconcertantes ondulaciones de un aro acusmático que respondía a una flauta circular tocada por cuatro ninfas que rodeaba a su vez a Björk, a la que se sumaban los extravagantes arreglos del coro e intensos momentos percutivos. La música se vive entonces como el magnetismo que nos reencauza en estos flujos, y al hacerlo, nos enlaza con todo lo vivo, desde lo microscópico hasta los glaciares. Esto es a lo que llamo “ecoerotismo”, un aprendizaje que le debo a Björk y que no me permitió volverme a situar en la naturaleza del mismo modo.
Como toda ecología, el ecoerotismo no carece de la forma particular de contaminación que la amenza. Se trata de una contaminación de la sensibilidad, la imaginación, la percepción y sobre todo del deseo que nos hace ciegos y sordos ante estas potencias, y con ello, nos separa de los demás vivientes, volviéndonos insensibles a sus ritmos e intensidades, a las formas singulares en la que habitan la tierra; y lo que es aún peor, nos hace pensar que nuestra posición está por encima a la de ellos. Esta propuesta ecoerótica forma parte de una ecología estética a la que las luchas ambientales no suelen prestar mucha atención pero que es igualmente fundamental, pues la ecología no se trata simplemente de cuidar recursos naturales, bienes económicos sin los cuáles no podemos sobrevivir; sino ante todo, tiene que ser una apuesta ética de transformación de las sensibilidades, afectos e imaginaciones (de los cuerpos, finalmente) con los que habitamos el mundo. El problema fundamental no es el de tomar conciencia de la importancia del cuidado de aquellos recursos que estamos destruyendo, sino el de aprender de nuevo a amar la tierra de la que cada vez nos alejamos más, encimismándonos en nuestros hábitos humanos demasiado humanos; en aprender de nuevo a escucharla y a sentir cómo el deseo atravieza todo lo vivo, clamando por engendrar más vida; en darnos la oportunidad de descubrir y asombrarnos de las solidaridades misteriosas que nos unen a todos los vivientes. Tenemos que aprender de nuevo a percibir, pensar, sentir, desear e imaginar el mundo –la naturaleza– en el que vivimos antes de poder empujar sus posibilidades existenciales hacia algún rumbo que valga la pena.
Bajo los cuidados de la ninfa Amaltea, Zeus rompió con un rayo por accidente el cuerno de la cabra que le daba leche mientras jugaba con ella. En recompenza, Zeus le regaló ese cuerno a la ninfa convirtiéndolo en la cornucopia, cuerno de la abundancia que no cesa de desbordarse en flores y frutas. Este es el emblema de la utopía que Björk pone en escena para celebrar y agradecer la desbordante generosidad de la naturaleza en medio de un mundo cada vez más empobrecido. Y es así es como deberíamos recibir el discurso de Greta Thumberg que se pronuncia hacia el final del concierto. No se trata de un espectáculo musical que apoye la lucha ambientalista, sino que la música misma es la forma de esta lucha, pues así como miles de especies animales y vegetales están siendo arrastradas por lo que ya es, se dice, la “sexta extinción masiva”, la música también pareciera estar en peligro de extinción, al menos la música que genera utopías, que nos permite habitar el mundo de modos distintos, más abiertos y generosos, en modos realmente musicales. En esta medida es que Utopia es un álbum de sanación, pues no solo se trata de sanar nuestras relaciones amorosas con el o la amada: Se vuelve cada vez más urgente que entremos en un proceso de sanación en nuestras relaciones con el mundo; y la música, como se dice en Saint (el único gran ausente de Cornucopia), también ama, también cura y por eso hay que defenderla.
Después de las combativas palabras de Greta Thumberg, Björk aparece con un luminoso vestido, rodeada de un coro femenino y acompañada por Manu Delago que toca una suerte de xilófono de campanas que a veces golpea y otras rasga con un arco de violín, creando brillantes armónicos que envuelven el canto de Future forever, cuya letra muestra muy bien todos los esfuerzos de Cornucopia:
Imagine a future and be in it
Feel this incredible nurture, soak it in
your past is on loop, turn it off
See this possible future and be in it
Hold fort, for love, forever
We’re just momentary vessels
We´re just carrying
Hold fort for love, forever
Watch me form new nests
Weave a matriarchal dome
Build a musical scaffolding
Between sleep and awake
Day and night
Más allá de sonar a música del futuro (cosa que no sería algo nuevo en Björk), Utopia es música lanzada hacia el futuro, música que invoca un futuro en un momento en el que el problema ya no es sólo el de la urgencia de un nuevo futuro posible, sino el de la posibilidad misma de un futuro. ¿Qué implica lanzar música al futuro en un momento donde parece que la humanidad tiene la capacidad de negarse a sí misma esta posibilidad? No es poca cosa… Al menos podemos decir que si la música invoca y convoca es porque trae realmente al presente aquello invocado. Cornucopia hace fugazmente posible este futuro durante el tiempo que dura su música pero al mismo tiempo esta música quiere germinarse en nosotros, pide que mamemos de ella sus fuerzas matriciales (Feel this incredible nurture, soak it in), es decir, las fuerzas para engendrar y cuidar la vida de estos futuros por venir. Una vez que asistimos a Cornucopia no podemos hacernos los sordos ante estas fuerzas matriciales y se nos plantea, ya no sólo estética, sino éticamente, una cuestión impostergable: ¿cómo queremos y cómo vamos a habitar el mundo después de esta experiencia? ¿Como un obstáculo o como un conducto –un portal– para estas fuerzas de las que sólo somos momentary vessels? ¿Como simbiontes ligados al mundo y a los demás vivientes mediante el deseo y la creación? ¿O como hemos venido haciéndolo hasta ahora, dejando que sea asesinada toda posibilidad de vida futura?
Mientras escribo estas líneas el amazonas arde y agoniza en manos de la peor faceta del neoliberalismo. Lo que vemos en las redes bien podrían ser las imágenes de un punto de no retorno ecológico, el desplome de nuestras posibilidades de hacernos una casa en este planeta. ¿Con qué cantos necesitaremos crear nuestros nidos para que la cornucopia siga floreciendo y desbordando sus frutos y mieles en medio de un mundo donde parece que su generosidad ya no tiene cabida?
Solo en nosotros está el poder de metabolizar este tipo de experiencias estéticas en compromisos ético/políticos –y ecoeróticos– que se encarguen de seguir haciendo posible que la naturaleza siga viviéndose como una cornucopia. Y al menos en mi experiencia, no es solo una cuestión moral, sino afectiva, de simple agradecimiento: cuando la belleza es tanta, cuando vivimos la generosidad de su gracia con tanta fuerza, no podemos volver a nuestra vida siendo los mismos, tenemos que ser agradecidos, y la única forma de serlo es moviendo todos nuestros esfuerzos para que el mundo se acerque aunque sea milímetros a la belleza de estas experiencias. La radicalidad de esa belleza no podrá sino nutrir con su potencia los modos en los que habitamos el mundo. Vivir la música como una utopía hace de ello una exigencia.
Por Jorge García Manzano – @jorge.garciamanzano.7