por Joaquín Diez-Canedo Novelo
@joaquindcn
No hay peor desengaño que perder la fe. Sobreviene un duelo extraño que pasa por la melancolía, y una vez sumido en ella uno se da cuenta de que lo que se pierde no es ni una persona ni un objeto ni una condición temporal; sino algo más profundo: se pierde una estructura de significación que al alejarse demuestra la inconsistencia de un estado que alguna vez se antojara sólido y trascendente, pero que a la distancia se revela incierto. Una vez superada esta etapa melancólica, la fe, que en algún momento fuese incuestionable, vuelve como ruina fantasma a exponer sus entrañas mudas y abiertas como libro, y es entonces que uno puede mirarse en el espejo del reflejo propio y entenderse cambiado y diferente; no creo que mejor, sino simplemente otro.
Lo digo porque en un extraño giro de mi vida he dejado de ver fútbol, y lo que antes encontraba mi mayor divertimento ahora me parece de un sopor insoportable. Quizás esto no sorprenda a quien no me conozca o a quien me haya conocido en tiempos recientes, pero debo confesar que durante toda mi vida fui un aficionado constante y comprometido, uno que una y otra vez volvía a repetir los mismos rituales. Por ejemplo, miraba más de una decena de partidos por semana y además me gustaba comentarlos con emoción; no me importaba despertarme tempranísimo para ver algún clásico inglés, mi liga favorita, y me salía de clases antes de tiempo para ir a una fonda a ver un partido de la Champions. Otras muchas veces forcé a mi destrozado cuerpo desvelado a ir al estadio un domingo a mediodía (habrán adivinado mi filiación) para pasar más de dos horas bajo el rayo de un sol sin misericordia, con un dolor de cabeza que exigía completa parsimonia, todo para ver a mi equipo perder en un juego que era más como un letargo que una fiesta. Pero ahí estaba, al pie del cañón, sin dudar un segundo de mi vocación monástica de aficionado de muy poco pelo.
Quienes me conocen de antaño, en cambio, no me dejarán mentir: viendo fútbol rompí celulares, menté madres a quien me contrariaba, desgañité mi garganta gritando goles locales, sufrí anotaciones ajenas que se convirtieron en traumas, e infinidad de veces me encontré a mí mismo muy pedo a las cuatro de la tarde (y crudo a las ocho), cosa que no le deseo a nadie. Pero todo era parte de eso: vivirlo sin tapujos, como si no hubiera más, y esperar a que volviera a pasar, el martes próximo con la vuelta de la Champions, o el sábado-a-las-cinco en las mazmorras del estadio Azul. Además, de esa época me quedan una colección enorme de camisetas viejas que espero algún día vender; la mala fama, no demasiado equivocada, de ser un neurótico total y algunas mañas como comer cueritos con chingos de salsa, leer los periódicos de deportes y revisar las páginas de resultados para enterarme de cómo van las ligas. Por esto luego me doy cuenta que sé mucho más de lo que está pasando de lo que me doy crédito.
Ahora veo mi vida-fuera-del-fútbol, y aunque por supuesto que habiendo sido tan aficionado, muchos me preguntaron con recelo que por qué había abandonado algo que me habría dado tantas felicidades y angustias durante tanto tiempo —mientras que otros se sintieron directamente traicionados por mi decisión, como si por dejar de ver fútbol cortara todos los lazos que me unían con ellos— entiendo que ahora me fijo más en cosas que son difíciles de definir. Pero no, también había algo más, y aunque debo confesar que al principio no entendía muy bien mi rechazo y pensé que sería algo temporal, parte de un ciclo de renovación o algo por el estilo —por ejemplo, sabía que siempre me había caído mal la moralina futbolera, esa que pone lo “deportivo” por sobre el resultado y que se jacta de su humanismo ignorante y simplón para justificar sus afectos— después de mucho tiempo entendí bien qué era.
Y es que en el fútbol no pasa el tiempo. Claro que pasan 90 minutos más tiempo agregado, y en ciclos mayores pasan las temporadas y los títulos, y luego los mundiales y los olímpicos, y hasta el final las carreras de los futbolistas; pero en términos concretos, el fútbol, aunque ritmado, es tiempo vacío. Remito a una anécdota para no hacer largo el argumento.
Por azares del destino, hace poco me encontré a mí mismo, podrido por dentro y desvelado hasta las narices, en la planta baja del Estadio Olímpico Universitario. Iba con mi hermana, que estaba sentada a mi lado, y en el fondo con la tímida esperanza de volver a encontrarme con lo que alguna vez considerara un hogar. Llevaba puesta mi gorra del ejército cubano y mi mal humor me ayudó a ver las cosas más claras. Al estadio fui temporadas enteras, lo recordaba con mi hermana, y en todo ese tiempo me tocó ver desfilar una lista inagotable de jugadores sudamericanos con nombres como Christian Zermatten, el Pájaro Domizzi o Bruno Marioni, que llegaban con bombo y platillo como la novísima sensación pero que al cabo de unas cuantas temporadas aparecían un día en Tigres, al próximo en Jaguares, y la siguiente vez que se sabía de ellos resultaba que estaban presos por posesión (de droga, no de balón). Durante todo ese tiempo en las gradas vi crecer a las “barras” y sus cánticos de “y dale o,” o el favoritísimo “si todos cantamos, pongan huevos que ganamos,” que cada vez me parecen más insulsos. También me tocaron las porristas Banamex, las estrellas juveniles vendidas al mejor postor aunque éste fuera el rival odiado, el deseo de atrapar una camiseta aventada a la tribuna con un cañón a presión (la cual seguro diría “Coca Cola”) y la ansiedad de esperar la anhelada llegada a semifinales. Nada de eso pasó, pero crecí creyendo que el Goyo era chido y que tenía sentido gritarle puto a un jugador del equipo contrario, porque por qué chingaos no. Y pasé años y años siguiendo atento la misma forma de clasificación, la misma catarsis a mediados y finales de año, la misma espera por que se reanudaran las ligas después del receso veraniego. Hasta que me harté.
No me arrepiento, pero hoy todo me parece absurdo. Y no pretendo con esto decir que condeno a quienes disfrutan del espectáculo ni se entretienen con sus minucias. Al contrario, lo que quiero decir es que a mí me angustia pensar en un tiempo que es siempre el mismo, en el que siempre se discuten las mismas cosas, en donde nada cambia, en donde aunque las particularidades sean distintas (hoy el sudamericano en turno es Nico Castillo, por ejemplo), la forma es siempre la misma.
Veo el rito y me angustia: los jugadores que ahora son otros pero podrían ser los de mi infancia se forman en una línea en el centro del campo, todos los asistentes levantan su puño derecho y cantan un himno y se venera una bandera. Suena una música que representa a la humanidad-en-el-juego (fair play) en lo que la tribuna le chifla al rival sólo por ser el rival de turno. Eso no es un equipo son unas putas de cabaret. Luego comienza un partido que es a la vez todos los partidos, y los jugadores pasan el balón mientras en las gradas se intercambia dinero por cerveza —a este rito sí me uno. En el campo discuten y se hacen faltas unos a otros, al tiempo que en la tribuna la gente se grita, canta, brinca y pide cervezas, donas o charritos. Al cabo de un rato caen los goles (ajenos) y yo me voy empedando y dejando de poner atención. Pasa el segundo tiempo y mi equipo toma las riendas. Yo mientras veo que el cielo es de un azul de encanto y que en el fondo se ve la silueta del Ajusco, inmóvil y sereno. Hay una jugada por la izquierda y en un centro mi equipo mete un gol. Me levanto junto con todos y lo grito por todos los aires, intentando entrar en comunión con el resto del vasto estadio, pero mientras me voy apaciguando me doy cuenta que mi grito está vacío. Busca en la forma lo que no tiene de fondo. Retomo mi asiento y sonrío, y vuelvo a mirar al Ajusco en la distancia, inmóvil y sereno, como callado testigo de un tiempo que es otro.