para Julio Cortázar, para Stephan y para Michel
Poisson en francés quiere decir pescado y en Sevres, detrás de la casita-estudio donde Jean Baptiste Lully -que contaba con el monopolio para hacerlo por concesión real- compuso alguna ópera quizás, hoy hay un jardín japonés abandonado que en los veinte del Veinte un galo millonario mandó construir.
Lully, violinista, autor y bailarín, que moriría por culpa de un pesado bastón de fierro con el que marcaba el ritmo y un pie gangrenado, danzó con Luis XIV de maneras varias y en Versalles un restaurante que se llama “El perro que fuma” está frente al renombrado “El gato que esnifa” muy cerca del hotel “El caballo rojo” y enfrente del mercado para mostrar que en esta ciudad -además de haber Jardines y Palacio y turistas y turistas y turistas- vive gente.
Lully nació en Florencia en 1632 y en el Barrio Latino hay, cerrado, otro abrevadero, con hispanas ofertas en cuanto a tapas, que se llama “El burro blanco”.
Más para allá, como quien gana, se diría en Zacatecas, para el mero París -la cosa es bajarse en la estación del metro Chatelet- San Eustaquio, la iglesia más alta de todas las que hay en este continente, escandaliza a los vecinos de Les Halles que insisten en tener la nariz respingada y votan por Le Pen, ya que el santo patrón no sólo lo es, como destinado fue en sus inicios, el rezo-recipiente de los cazadores, los trabajadores forestales y de los tenderos que expenden alimentos, sino que ha ido a más y cada tarde abre sus puertas en su comedor a los sopistas marginales y desde los más oscuros días ha apoyado la causa de los homosexuales, de los alcohólicos, de los inmigrantes y de los excluidos y perseguidos en general.
Una placa hay en el piso de la actual Rue Montorgueil, esa antigua calle que une primero y segundo distrito parisinos; quien mira hacia el camino podrá leer que el 4 de enero de 1750, en el cruce de esta vía con la calle de Saint Saveur, fueron aprehendidos Bruno Lenoir y Jean Duiot a los que, acusados de ser homosexuales, se les condenó a morir en la hoguera. Fueron -concluye el escrito- los últimos: “Ce fut la dèrniere exécution pour homosexualité en France”… Eso es lo que reza el bronce: “la última ejecución por homosexualidad aquí”, “la última”…¿la última?…
¿Cómo escribo una crónica con todos estos y algunos otros datos anotados en mi libreta de andarín viajero? ¿Cómo tirar una línea que llegue a la otra y a la otra información con coherencia en esta última entrega de la bitácora comenzada hace un mes casi? ¿Qué agua baña todas las orillas de este archipiélago más allá de la pura verborrea que siempre corre el riesgo de ser fango?… Las aguas del Sena.
Hay en el parque de Saint Cloud, antes de juntarse con el bosque de Meudon, un típico jardín de borgianos senderos que se bifurcan. Más de un turista se ha perdido ahí cámara en mano y no ha vuelto sino años después para darse cuenta que el grupo con el que venía no existe más. Tampoco su vida como era antes de penetrar entre los altos setos. Nada es igual ni simple. Así esta crónica porque así París.
Comencemos con los mentados jesuitas quienes, entre otras labores bajo el rubro “evangelización”, fungieron como espías en la China antigua para arrancar del emperador o algún empleado los secretos que permitieran confeccionar una porcelana más que respetable y así competir con prusianos y rusos que en esos menesteres se ocupaban. (Y aquí, en la búsqueda del “oro blanco” hemos de hablar de un alquimista pero ya será en otra oportunidad como en otra ocasión apuntaré también que un restaurante existe donde antes morara Nicolás Flamel, sí, el de la piedra, el del Camino de Santiago y de Marguerite Yourcenar y su Opus Nigrum, y sí, el de Harry Potter pues).
La porcelana se hace con el feldespato (también las canicas) y ese caolín mentado -ah para recuperar el aliento perdido por el apresuramiento apretado del resumen- se terminó encontrando al sur de Francia (como quien gana para Limoges). En algo habrá participado algún estudioso investigador del Politécnico (los burros blancos y guindas del Poli de este lado del Atlántico vienen entonces a mi mente y así el Burro Blanco mencionado en el Barrio Latino y entonces el subrayar que hay muchos bebedores por acá que bautizados son con nombres de animales con sus características y particularidades: Le requin chagrin, Le chien qui fume y otros apelativos que parecerían tomados algunos de las posturas del yoga como “Perro que mira hacia abajo (Adho Mukha Svanasana)” .
El Sena fluye con su “luz de ceniza y olivo” cortazariana como si fluyera en todas partes. El Sena nos conduce aunque en tierra estemos.
En Rayuela otro restaurante se llama El perro que fuma.
En Rayuela hemos de preguntar si hallamos a la Maga en el Quai de Conti, en el Pont des Arts que Luis XIV otra vez, en el fallido encuentro que es el correcto buscar, seguir buscando.
Sentado en esta banca al centro del parque Monceau hoy como hace décadas (esto es mañana Miles, esto lo estoy tocando mañana) caigo en cuenta: el París que Cortázar nos describe es el París que casi se describe, el de las andanadas del púgil al vacío, el de las siluetas y las sombras subterráneas, el que está del otro lado de donde Johnny Carter toca su saxofón en el Perseguidor, el que nos pone puntos en un mapa para intentar unirlos, el que casi, el que siempre casi, el que hemos de hallar si lo intentamos la siguiente ocasión, siempre la siguiente, el París que nos invita a regresar, a volver, a venir siempre la primera vez, la próxima, a despedirnos sin pronunciar del todo un adiós convincente.
______
Alain Derbez – @Alain_Derbez