“En unos tres meses se te va a quitar”, dijo el doctor tranquilamente. Yo pretendía regresar a trabajar a la semana siguiente. El plan postoperatorio era claro: una semana de reposo, unos días de rutina con calma y después vida normal. Pero la voz no me daba.
Los cambios en mi voz es de lo más complicado que ha traído la enfermedad y la recuperación. Las variaciones de tono y volumen, el temblor y la falta de aire, causadas tanto por la hipotiroidismo como por la intubación, cambiaron mi relación con el entorno. Podría decir, de manera literal y metafórica, que la enfermedad me quitó y me ha devuelto la voz de a poco.
Tardé dos meses en reintegrarme a mi rutina. Después de que logré dormir y comer, empecé a salir con regularidad. Siempre acompañada, siempre en auto, siempre por un tiempo restringido. Ese meticuloso cuidado me fortaleció y pronto me dio la idea de que podía retomar de lleno todas mis actividades. Mi mamá insistía en que me lo tomara con calma. Yo decía estar lista.
Antes de la cirugía, y de enterarme de lo que básicamente mi corazón era una bomba de tiempo, me había acostumbrado a un ritmo de vida. Tenía claras mis limitaciones, y podía calcular mi energía y los descansos necesarios. Si ahora estaba todo controlado, yo asumía que todo sería más fácil.
Subirme al transporte público después de tres meses y con cinco kilos menos fue un golpe de realidad. No estaba lo suficientemente fuerte como para aguantar los empujones diarios del metro, mucho menos los de Indios Verdes a las 8 am. Me sentía insegura al ir de pie y demasiado sana para pedir un asiento. Me temblaban las piernas al caminar los trayectos de todos los días. Estaba más débil que cuando estaba mal.
Podía distinguir entre la fatiga anterior y el cansancio del desgaste físico. Podía reconocer la falta de condición física que no era la falta de aire causada por la falla cardíaca. Estaba más sana, me sentía mejor, pero no era capaz de hacer mi vida normal.
El regreso al trabajo me mostró otras limitaciones para lo que ahora era mi cuerpo. La vida normal se había transformado. La normalidad se había quedado 12 o 18 o más meses atrás. A partir de la enfermedad, y de la emergencia que generó, las señales de alarma y de calma han cambiado. La recuperación ha consistido en fortalecer mi cuerpo y en entenderlo de nuevo.
Hay cosas que sigo sin creer que me cuesten tanto trabajo. No puedo creer la fuerza que requiere subir unas escaleras o todos los músculos implicados para lograr levantarme de la silla. Hay también cosas que no sé si volverán a ser como antes: no sé si podré a leer largos pasajes en voz alta o si volveré a toser, si alguna vez dejaré de estar tan consciente de cómo administro el aire al hablar, o si recuperaré el tono y el volumen de mi voz.
Mientras, ante una constante amenaza de la recaída, me conformo con construir la nueva normalidad. Una donde se alcance a escuchar mi voz, que sigue temblando, pero ya no de miedo.
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Gabriela Astorga – @Gastorgap
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