En un pueblo quieto del lejano oeste vivió un campirano cowboy, el primero que subió el monte pa’ arriba y en salir fuera de su condado. Apodado “el casi casi”, este vaquero redundante que reiteraba y reiteraba, amaba a los boborregos y a las ovevejas más que a las vavacas de su rebabaño.
Una tarde yacía el vaquero redundante bajo la sombra de un árbol, descansando en reposo, tras una jornada de ordeña y pastoreo, cuando una aparición tuvo lugar frente a sus ojos soñadores.
Un oasis ocupaba el terreno junto al corral, de él emanaba un caballo blanco con un jinete cuya identidad era protegida por un paliacate. Sus ojos oscuros y profundos le miraron fijamente penetrando su cabecita despeinada para retarle telepáticamente a un duelo inesperado.
Con los ojos pelados, el vaquero redundante contuvo su sorpresa ante aquel aparente forajido y al atragantarse con su propia saliva, tosió y tosió con una tos muy parecida a una posesión que el aparecido tomó como una aceptación del duelo.
Desconcertado, el vaquero redundante se frotó los ojos deseando fuese un sueño aquel acontecimiento inexplicable. A punto de persignarse para encomendarse a alguna fuerza divina, le distrajo el mugir de una vaca. El vaquero redundante recordó que él no es apóstata, sólo no obedece las leyes de Dios.
Temeroso de la fuerza de su retador, el vaquero redundante comenzó a practicar a la mañana siguiente disparando a tapas de cacerolas y piedras. Las agallas le brotaron por generación espontánea al recordar que en el condado del vaquero redundante nadie muere, a menos que perezca.
Cansado de pensar en el inseguro porvenir y su cruento final, pasó noches en vela imaginando brincos y giros con los que cobraba ventaja en el enfrentamiento hasta conseguir la victoria. Nada detenía su indomable fantasía y su desvelo. Al vaquero redundante las noches de insomnio no lo dejaban dormir.
Por fin aprendió a tomar la pistola sin atentar contra sí mismo o sus preciados animales. En su camino a dominar la técnica de disparo recordó las sabias palabras de su abuelo: en el condado del vaquero redundante nadie es inexperto, a menos que no sepa.
Un par de días o cinco pasaron sin el tan declarado duelo de balazos. Alerta, pero con la suficiente distracción como para seguir adelante, el joven de sombrero raído y espuelas gigantes fue a la cantina del pueblo donde pidió un bistec cuando de pronto recordó que el vaquero redundante no es vegetariano, sólo no come carne.
Mientras bebía una cerveza en solitario, un grito pelado y fantasmal cuyo eco rebotó en las ventanas y agitó las puertas del lugar, le erizó la piel. El momento había llegado.
Las pisadas del caballo se acercaron y con ellas las de unas botas de fina hechura. Un arma resonó en menos de un segundo. Todo se puso negro y al vaquero redundante lo mataron quitándole la vida.
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Erika Arroyo – @_earroyo
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