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#TrenSuburbano. Nunca pensé que podría pasarme a mí

- Por: hellagone

Por Aldo Rosales
Ayer, al salir de la estación de radio –fui a una estación de radio a platicar con un viejo conocido a quien tenía años de no ver- caminé hacia metro Etiopía. Ya había estado ahí antes, procuro ir al menos una vez o dos por año, a sentarme por ahí, mirar las casas, sentir el aire. Una especie de desintoxicación de tanto Estado de México. Seguía pensando en lo que hablé con ese viejo conocido: una crónica. Me pidieron una crónica. Apenas podía creer que me hubiera pasado a mí. No me es familiar el término, al menos no en ese contexto. Crónica: como las enfermedades. Crónica, como la tristeza en los abandonados. ¿Vendrá de la palabra Cronos, pensé? Del tiempo: abrirlo, mirarlo, intentar entenderlo. En lugar que el tiempo me trague a mí, yo tragarlo a él a través del ir y venir de las palabras, regurgitarlo y volver a empezar.
Etiopía
Decido mejor ir en metrobús. Me gusta. Es limpio, silencioso, cómodo, barato. Sé que a los habitantes del Distrito no se los parece, pero luego de pagar hasta 27 pesos de pasaje en el estado de México, o 30, pagar seis se siente casi como un chiste, dan ganas de preguntarle al operador si es cierto, si no es una broma y lo van a bajar a uno a medio camino. Estación Etiopía. Un asiento vacío, el último. Miro a dos hombres que van parados: no parecen querer usarlo. Aquí no es como en el Estado, donde hay tensión cada que un lugar se vacía; he visto a gente pelear por un asiento. Me siento y me quedo dormido, despierto cuando algo me golpea en las piernas: un hombre tropezó. Disculpa, me dice, y sonríe. Estoy demasiado adormilado como para contestarle, pero luego de unos segundos yo también le sonrío. Bajo en estación Hidalgo, iré al centro.
Hidalgo
Metro Hidalgo, y sus alrededores, es un lugar conocido para mí. Tiene estas partes recorridas y memorizadas: el hemiciclo a Juárez, el palacio de Bellas Artes, la torre latinoamericana, plaza comercial Meave, donde antes compraba videojuegos. Muchas tardes de mi adolescencia las quemé ahí, merodeando, tragándome la ciudad con los ojos para aguantar las hasta tres horas de camino al lugar donde vivía antes, otro municipio del Estado de México. Y también está esa otra parte de Metro Hidalgo: vagabundos durmiendo en las bancas de los parques, gente sin hogar inhalando solvente (un cuerpo que ya no se entiende ni a sí mismo, y mata el hambre por la nariz, no por la boca), hombres limpiando parabrisas, la espalda llena de cicatrices, como si el tiempo llevara en ellos la cuenta de los días que le faltan para salir de la prisión que es la ciudad. Y luego viene una amalgama de olores que es imposible descifrar: orina oxidada, suciedad, solventes, comida descompuesta, digestión: vida.
zocalo
Camino al zócalo. Antes eran una novedad, pero ahora las estatuas vivientes son casi una plaga. Trabajan a la inversa de los demás: se ganan el dinero quedándose muy quietos, usando el cuerpo al revés, de forma casi antinatural. Una uña invisible me recorre de arriba a abajo la espalda cuando pienso en la idea de quedarme quieto tantas horas; lo que para ellos es algo cotidiano, para mí sería tortura. No sé si ellos sientan lo mismo, que una vida como la mía sería una tortura.
Camino hacia las librerías de viejo. No lo había notado, pero lo que antes era una ruptura de la rutina, ir y ver libros por horas y horas sin comprar nada, ahora se ha vuelto una rutina. No busco nada, sólo quemar el tiempo, deshojar una hora y minuto por minuto echarla a la lumbre de la vida. Tanto tiempo libre y no saber en qué usarlo es peor que no tener tiempo, me digo, pero no acabo de creerme.
Camino de vuelta a metro Hidalgo, sin nada en las manos, sin nada en ningún lugar del cuerpo que no trajera conmigo desde la mañana. Se me está empezando a acabar el centro de la ciudad, pienso, deberé moverme a otros lugares. Aquí ya me he bebido los edificios, los parques, los sonidos; me he bebido hasta el último perro callejero, adoquín, teléfono público. Me he bebido los semáforos, las piedras, los limpiadores de calzado, las iglesias y los vendedores ambulantes. Como un chicle masticado hasta el cansancio, que acaba por volverse una masa dura y sin sabor. Por eso huyo a esas otras colonias que aún no he contaminado con los ojos, más hacia la periferia de la ciudad. Me gusta Narvarte, cerca de metro Etiopía. Y sobre todo, me gusta la colonia que está cerca de la estación del metrobús Corregidora, donde hay una universidad privada cuyo nombre, así como el de la colonia, no recuerdo. Un día, estoy seguro, también las miraré con hastío, con costumbre, y tendré que escapar a otro lugar. Pero aún no.
revolución
Revolución: cambio. Revolución: prostitutas, mendigos, hoteles, suciedad, comercio ambulante, hoteles, construcciones, ruido, calor, hoteles, árboles cansados, tránsito lento, bancos; hoteles. Camino hacia metro Buenavista. Caminamos hacia metro Buenavista todos los que somos del Estado de México y ahora volvemos, porque la ciudad nos recibe, nos acoge, pero sólo un momento, somos las visitas que se vuelven algo incómodo después de un tiempo. El tren suburbano, como siempre, a reventar. Otra amalgama de olores, ésta un poco menos fuerte que la otra, la de la calle. Una mezcla de sudores y perfumes que no alcanza a ser agradable o desagradable. Es el ritual del día a día, la vuelta, casi una derrota: los recipientes de comida vacíos, los zapatos de oficina en una bolsa de plástico y los cómodos en los pies, los peinados un poco desacomodados, la batería del celular a menos del cien por ciento; por lo bajo, estoy seguro, todos rogamos que nos alcance hasta llegar a casa, no pedimos más. Nos hemos formado (a veces creo que otros, no nosotros, son los que han moldeado así) placeres sencillos: un teléfono con saldo y batería y un asiento en el transporte, eso es todo. Espero a que se vayan cuatro trenes para poder tener un asiento.
fs-buenavista
En el tren suburbano se accede en dos grupos: primero los adultos mayores, niños y discapacitados, después el resto. Se ha vuelto una costumbre apartar asientos: un adulto mayor sube primero y aparta, con mochilas o la mano, el o los asientos para sus acompañantes. Me da tristeza. Esto nos han hecho –estoy seguro que no fuimos nosotros- nos han quitado tanto, y tan fuerte, que nos han hecho pelear por un asiento, nos han hecho anhelar en la vida un asiento, sólo eso. En el Distrito es más común ver a alguien ceder el asiento, aquí no. Pero no los culpo, no nos culpo: nadie puede ser amable, nadie puede ser caballeroso cuando se está cansado. No es posible. La bondad, la empatía, la moral no son cosas para la gente pobre, son un lujo, aún más que las vacaciones o la ropa de marca. Miro a una anciana frente a mí, está de pie, quiere que le ceda el asiento. Normalmente lo haría, son sólo 25 minutos de recorrido, y hay una pantalla con videos que hacen más ameno el viaje, pero hoy no, hoy no puedo: caminé más de tres horas. Es fácil criticar a los hombres que no ceden el asiento, pero sólo es fácil cuando no se está molido, cuando no se trae la silla de la oficina metida entre la columna y los músculos, cuando no se viene de una jornada de 10 horas de trabajo. Y a pesar que sé que debería pararme, ceder el asiento, hoy no lo haré.
fs-cuautitlan
Llegamos a la última estación, Cuautitlán, ningún pasajero debe permanecer a bordo. Descendemos. Rumbo a los torniquetes somos parte de algo, casi unidad de tan juntos. Luego, al pasarlos, la diáspora, cada quien hacia su pueblo. En la ciudad no es común, pero aquí viajamos en combis. Es increíble, pero la mayoría de la gente da las buenas noches; el cansancio no llega a veces hasta el lenguaje, siempre nos queda un buenas noches. Arranca el vehículo y comienza a quedar atrás el último vestigio de modernidad; el tren suburbano, con sus luces y su pulcritud metálica, se va encogiendo en el retrovisor. Sigo pensando en la mujer a quien no cedí el asiento.
Una tras otra las bardas, siempre a la velocidad del vehículo. Diapositivas que muestran este tiempo y el otro, el que ya no es: la historia contada en trozos y desde distintos ángulos. Muebles de oficina, Sin Hambre, un candidato que ya nadie recuerda. Y poco antes de descender, en la barda de un terreno baldío, el anuncio de la clínica para embarazos no deseados. “Nunca creí que me podría pasar a mí”, dice una mujer mal pintada. Y mientras camino a mi casa, tratando inútilmente de esquivar el lodo, recuerdo a la mujer que no cedí el asiento. Quería hacerlo –siempre lo hago- pero el cansancio no me dejó, lo juro. Un hombre me miraba con desaprobación, como a veces yo he mirado a los que no ceden el asiento. Nunca creí que me podría pasar a mí.