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Soñar el cielo

Ojalá pudiéramos tocar los sueños, pero no poder hacerlo es lo que los convierte en sueños. El diccionario dice que soñar es sinónimo de imaginar estando o no dormidos, y también dice que es un sentimiento intenso de añoranza hacia algo que sabemos imposible de alcanzar. Es una actividad mental aparentemente individual que es capaz de despertarnos o mantenernos dormidos. 

La única constancia de que los sueños existen es que todos alguna vez hemos soñado, y que tenemos sueños hilvanados por la palabra y compartidos por la voz. No tocamos los sueños, pero son capaces de sacudirnos hasta la médula. Surgen dentro de nosotros, pero nosotros no elegimos qué soñar. Los sueños nos pueden hermanar porque nos dicen de dónde venimos y adónde queremos ir. 

Los sueños en la maleta

¿Quién sueña más? ¿Quien todo lo tiene o quien todo carece? Puede que sea una pregunta sin respuesta, o que simplemente la diferencia sea de cualidad y no de cantidad. Lo cierto es que quien hambre tiene, en pan piensa, y en Latinoamérica el hambre y la pobreza solo se van acrecentando cada vez más. Tal es el tamaño del problema que hasta la migración parece intrínseca a nuestra identidad. 

El diccionario también dice que un migrante es “quien llega a un país o región diferente de su lugar de origen para establecerse en él temporal o definitivamente”. Lo que no dice es que también hay tipos de migrantes: están a los que preferimos llamar extranjeros para no ofenderlos, los que vienen del primer mundo, que llegan a México y se enamoran del país… de la parte bonita y cara del país. Estos eligen vivir aquí porque su solvencia económica deja en absurdo el costo de vida del mexicano, porque nuestra cultura les parece bonita, o porque, como alguna vez me dijo uno de ellos, “está bonito despertarse con el sonido del carrito de los tamales”. 

Pero también está el otro tipo de migrante, al que sí se le dice migrante directamente, y que es más común en nuestro país. Es el que no elige si se queda o se va. El que de haber podido se habría quedado en su país de origen, pero fue sacado a punta de carencias y violencia. Es el migrante que fue obligado a soñar, pero todo el tiempo está deseando no despertar. 

México, país de migrantes

Pocas veces se dice en voz alta que lo que lleva a los migrantes a la búsqueda del sueño es la huida de una pesadilla. Si a los migrantes no parece importarles arriesgar sus vidas y las de sus familias es porque en casa la amenaza era aún más grande. 

A nivel mundial, México ocupa el segundo lugar con mayor número de migrantes (sólo detrás de la India). Esa estadística, por otro lado, acapara la cantidad enorme de emigrantes Latinoamericanos contenidos en nuestro país. Más de la mitad de un continente atraviesa territorio mexicano, esperando llegar a EEUU y encontrar más de lo que dejaron en sus países, que en realidad es casi nada. Una gran cantidad lo logra, otra gran mayoría se queda en el camino, vivos o muertos; incluso esa posibilidad les suena mejor que la de permanecer en sus hogares. 

El parque de la Amistad

Una vez llegando a México, el migrante centro o sudamericano respira tan solo por un segundo. Es bien sabido que, aunque México representa los últimos peldaños del recorrido, son los más difíciles. Pero eso no los detiene, no han dejado todo atrás –su casa, familia, amigos, su identidad entera– para detenerse. La vida les ha pesado y quitado ya lo suficiente como para renunciar a su última esperanza. 

Por otro lado, para el migrante mexicano la frontera quizá sea más relevante como símbolo. Un solo paso lo separa de su tierra, su cultura y su familia. La frontera no sólo es un muro para ellos, es la conciencia de una política restrictiva que coloca sus casas lejos y cerca al mismo tiempo. El sueño se divide entre retorno y “progreso”.

Ante ese sentimiento, hace poco más de 50 años, la entonces primera dama, Pat Nixon, fundó el Parque de la Amistad entre Tijuana y San Diego como un espacio de encuentro entre migrantes con sus familias y amigos. Aquel parque albergó por décadas el consuelo de muchísimas personas, dónde su convivencia sólo se veía interrumpida por una cerca de barrotes oxidados. Pat Nixon expresó su deseo de que en aquel lugar nunca se construyera un muro, y a partir de ahí la gente asistía al lugar tanto para reencontrarse como sus familias, como para simplemente pasar una tarde amena y de intercambio cultural. Los anécdotas van desde los profesores de español que llevaban a sus alumnos a practicar una segunda lengua, hasta la guardia fronteriza estadounidense comprando dulces mexicanos a través de los barrotes. 

Pero en los últimos años, las políticas migratorias de ambos lados de la frontera han engrosado la barrera, convirtiendo la cerca de barrotes en una doble barda con alambres de púas y demás obstáculos, que han ido borrando el parque como punto de encuentro y ahora limita el contacto de las personas al roce de sus dedos. 

Borrar la frontera

Ana Teresa Fernández, originaria de Tampico, es una de las muchas artistas preocupadas por las políticas migratorias tan poco sensibles a la realidad del migrante. Al igual que a su mamá, la pérdida del Parque de la Amistad les causó una gran molestia y angustia, y como respuesta Fernández montó performances en el parque. La mexicana intentaba expresar un sueño personal que seguro no exclusivo de sus anhelos: un mundo sin fronteras, en el que las familias no tuvieran que escoger entre su patria y la comida. 

Una tarde del 2011, Ana Teresa estaba dando un simple paseo con su madre frente a la frontera cuando la atravesó una idea: ¿por qué no simplemente borrar la frontera? Con ayuda de su mamá, la artista fue a la tienda de pintura más cercana y compró litros y litros de pintura celeste. No se detuvo siquiera a pensar si necesitaría una autorización para lo que tenía en mente, y se puso a pintar. Ana Teresa Fernández pintó de azul celeste los barrotes de la frontera, creando la perfecta ilusión de haberla borrado. Los barrotes ahora se confunden con el cielo, y el sueño de la artista –y el de muchos migrantes– con la realidad. 

El acto se repitió en el 2016 empleando los barrotes de Sonora como lienzo. Para sorpresa de la artista, en esta ocasión la voz se corrió y pronto se vio apoyada de decenas de personas deseosas de borrar la frontera pintándola con sus sueños más profundos, para al menos llenar su mirada. 

Poema en el cielo

El cielo es el punto que todos podemos ver, solo nos basta con alzar la mirada. O al menos eso cree Raul Zurita. El poeta chileno no ha hecho declaraciones sobre la obra de Ana Teresa Fernández, pero casi puedo asegurar que, de haber pasado por ahí, él también habría tomado una brocha. 

Hablo del mismo Raúl Zurita que un día decidió escribir un poema en el cielo. El mismo autor que eligió el cielo que cubría Nueva York y a millones de migrantes hispanos. Es quien señala el cielo como el lugar más nuestro y se lo apropió trazando sus versos desde un avión una tarde de 1984. El poema decía:

Mi dios es hambre 

Mi dios es nieve 

Mi dios es no 

Mi dios es desengaño

Mi dios es carroña 

Mi dios es paraíso 

Mi dios es pampa

Mi dios es chicano 

Mi dios es cáncer 

Mi dios es vacío 

Mi dios es herida 

Mi dios es ghetto 

Mi dios es dolor 

Mi dios es 

Mi amor es dios 

Raúl Zurita

Zurita declaró haber elegido el cielo como lienzo para sus poemas porque, en principio, sabía que ahí todo el mundo podría verlo. Por mirar el cielo no se paga, no hay código de vestimenta, no se solicitan documentos de identidad. El cielo era el lugar idóneo porque era más probable que llegara a quien necesitara leerlo. Los versos dedicados al migrante podrían llegar en discreto silencio su destinatario, y nadie podría arrebatarle lo que fuera que el poema le suscita. 

Leer el cielo

Pero también podemos leer entre líneas, en el caso de Zurita, o entre barrotes, hablando de Ana Teresa, y ver qué más contiene el cielo. Si miramos el cielo cuando soñamos, es porque al igual que los sueños, el cielo representó por mucho tiempo un lugar anhelado imposible de habitar. Al cielo se van las personas buenas, los que tienen el favor de dios, los que van a poder conocerlo porque se supone que es omnipresente, pero su lugar favorito es el cielo. Es la promesa de que los suplicios en la tierra valen la pena vivirlos. 

Pero mirar el cielo también es mirar hacia arriba, y eso nos coloca por debajo. Mirar el cielo es anhelar algo que muchas veces no es lo que imaginamos. El cielo ya no es tan inalcanzable, y puede decepcionarnos. Si Zurita pudo escribir en el cielo, y Fernández dibujarlo en la tierra, quizá es porque no es tan inaccesible ni maravilloso como nos han hecho creer. Significa que dios no existe, y en caso de existir, no es ese ser idílicamente bondadoso que creímos. Puede ser un dios, incluso, indolente y/o indiferente a nosotros. Nos ha permitido estar a su altura, de la misma manera que ha permitido que el migrante se vea obligado a migrar, y luego a agradecer por llegar a una tierra ajena y haberlo perdido todo. 

Con las nubes en la maleta

Al igual que la artista mexicana, Zurita reconoció en la mirada del migrante el destello de una eterna ensoñación que deambula entre sus anhelos: el de huir de la miseria en principio, pero que luego debe enfrentarse a la nostalgia de su tierra, sus costumbres y su gente. Y también identificaron un sueño que convive con la pesadilla; identificaron miedo. Ambos artistas reconocen que el migrante es una mutación del sueño que se puede materializar en el cielo y viceversa, el único lugar que no puede ser bardeado y en el que representa toda su nostalgia y esperanza, al mismo tiempo que sus temores y sus desgracias. 

Crear esperanza y soporte emocional entre los migrantes no es la única función de la obra de este par de artistas latinoamericanos. Mediante su arte, ambos autores sacaron la ilusión de sus cabezas y se las mostraron al resto del mundo con la intención de implantarse en la mente del resto de las personas, las no migrantes, invitándonos a soñar con ellos hasta el día que soñar ya no sea necesario, hasta que ya no exista una frontera que pintar. 

Al usar el cielo, asumimos que podemos llegar a él en tanto que alguien ya lo ha tocado (al menos simbólicamente), pero la vista no nos alcanza para ver más allá. Sabemos que podríamos hacerlo, usar telescopio y ampliar la mirada, soñar en grande; pero no creemos que podamos conseguirlo porque implica mucho más que soñar. Es doblar el esfuerzo que nos lleva hasta al cielo para poder rebasarlo. 


Jovana Hernández – @jov.is