De entre los muchos terribles incidentes que han estado pasando en el metro últimamente, a mi mamá solo le hizo ruido uno: la desaparición de María Ángela. Pasó un jueves, cuando yo estaba en la escuela y no tenía que tomar el metro.
– ¿En qué línea pasó, hija?- preguntaba mi mamá preocupada tras el teléfono.
– En la verde, má.
– ¿Y cuál tomas tú?
–La verde.
Nadie ve nada
Debo admitir que no me gusta que mi mamá se preocupe tanto y todo el tiempo. Cuando era niña nunca pude ir a una pijamada y, hasta antes de entrar a la universidad, nunca pude salir sola de noche. Cuando llegué a la CDMX no sabía usar el metro; las pocas veces en que había venido, mi papá sostenía mi mano. Los únicos consejos que me pudo dar mi mamá en ese entonces, cuando al fin me vine, fue que no llevara todo mi dinero en un solo lugar, y que siempre me subiera en los vagones para mujeres.
–Y no olvides mandarme un mensaje siempre, cuando salgas y cuando llegues.
El día en que María Ángela desapareció no era de noche ni estaba sola. La joven iba a algún lugar que ya no importa porque no llegó. No tenía que mandar un mensaje a su mamá porque ella era quien la estaba acompañando. Entonces se separaron por dos minutos, mientras la señora entraba al baño del metro Indios Verdes y María Ángela tuvo que esperarla afuera.
Lo que pasó en las siguientes horas –y días- para la chica todavía no nos queda claro. Su mamá pudo declarar después que solo pudo escucharla gritar “ma” desde afuera. Pero por mucho que se apresuró, no fue suficiente. María Ángela desapareció y nadie parecía haber visto nada.
Si no gritas, nosotras lo haremos por ti
Recuerdo la primera vez que olvidé avisarle a mi mamá que ya estaba en mi departamento. Me quedé dormida. En ese entonces vivía con una amiga de la escuela y con su mamá. A mis papás les gustó tanto la idea de que viviera con ellas que no les importó pagar un poquito más.
El sonido de mi puerta me despertó. La señora me dijo que mi mamá le había llamado preocupada porque yo no respondía, que le devolviera la llamada, y lo hice. Todavía somnolienta le pedí una disculpa y le dije que no pasaría de nuevo. Pero, también un poco molesta por la alarma, la cuestioné.
–Bueno, y en todo caso ¿qué podrías hacer tú si algo me pasara? Ni siquiera estás aquí conmigo.
–Pues buscarte, hija, eso haría.
Suena tu nombre en la calle
La mamá de María Ángela no necesitaba más razones para salir a buscarla. Pidió ver las cámaras, pero le dijeron que las que apuntaban a los baños estaban en mantenimiento, al igual que las decenas de ojos que pasaban por ahí. Puso la denuncia, se activó la alerta Ámber, pero la señora entendió de inmediato que la policía no la iba a buscar mejor que ella.
En el nombre de María Ángela estaba depositado el peso de otros nombres y otras búsquedas. Nadie creyó lo que el informe oficial decía, que los videos en los que la chica aparecía no se veía forzada ni acompañada. Los familiares pañuelos morados cayeron en los hombros de otra madre y cubrieron las calles una vez más. Las mujeres escucharon el silencio de una ausencia y acudieron de inmediato a romperlo pronunciando su nombre en las aceras.
En contra de las cifras
María Ángela pronto tuvo rostro en mi cabeza. Si algo han conseguido los colectivos violetas es el poder de insertar un nombre con rostro en tu cabeza. Intentan sacarnos de las notas rojas y los periódicos amarillistas, nos mantienen vivas en el pensamiento y esperan mantenernos vivas en el mundo. Se mantienen vivas en la memoria. Hacemos tanto ruido que es imposible decir que no nos enteramos de una ausencia. Movemos lo que tenga que moverse, rápido, antes de que la tierra nos trague.
Apareció viva. Amarrada en posición fetal y en una bolsa. Viva. De su voz supimos que hubo un piquete extraño en su brazo, un mareo y luego nada. Dijo haber estado en un cuarto con otras dos mujeres más o menos de su edad, esposadas e igualmente abrumadas. El cómo llegó atada y en una bolsa apenas a una semana de su desaparición no era algo que ella pudiera responder. Apareció y estaba viva. La memoria nos insinuaba que debíamos estar agradecidas.
Paseo en motocicleta
Regresé a casa con la garganta hecha nudo y la mochila cayendo de mis hombros. Tenía dieciséis cuando mi mamá me pidió que recogiera a mi hermano de la escuela porque ella no se sentía bien esa tarde. Como yo no planeaba salir ese día, llevaba puesto un pants viejo y tenis.
Fui por él, cargué su mochila. Lo recuerdo feliz de verme y contándome las mil y una cosas que había hecho ese día en el recreo. Escuchamos el ruido de una moto, sentí una nalgada y un morboso aliento. Y me quedé parada viendo como la moto se alejaba, apretando fuerte la mano de mi hermano quien no entendía bien lo que pasaba, igual que yo.
Mi mamá me abrazó y yo lloré. De su boca salió el primer “no fue tu culpa” de mi vida, y de la mía el primer “no lo entiendo”. Jamás he sentido un miedo más grande, y sé que ellas tampoco.
El ruido no se acaba
Lo que pudo ser un simple final feliz no puede serlo, aunque el Estado quiera convencernos de que sí. Lo que la fiscalía declaró y la versión de María Ángela se contradicen sobremanera. Mientras la joven declaró haber pasado la peor semana de su vida, el informe registra que no se trató de un secuestro, sino de una huida. Yo le creo a ella.
En lo que a mí respecta, no quise saber mucho más. No porque no me importe, sino porque sabemos cómo funciona esto, porque lo que un informe diga no representa nuestra verdad, y menos en un país tan misógino como el nuestro. Tal vez sea un gesto cobarde no querer saber más del asunto y conformarme con la paz que me da imaginarla abrazando a su madre.
A mí mamá no le di muchos detalles del desenlace y ella tampoco me los pidió.
–Ya llegué, ma. Por cierto ¿supiste que ya apareció la chica del metro?
–¡Qué bueno, hija! Cuídate mucho. Me alegra saber que esa niña sí apareció.
Miedo
No me gusta que mi mamá se preocupe tanto todo el tiempo. Yo quería ir a esa pijamada, a esa excursión y salir con mis amigos después de las seis de la tarde. A veces necesito salir al súper a las ocho, y aunque mi mamá ya no está ahí para impedirlo, algo me detiene. No me gusta tener miedo y entender el miedo de mi madre, de mis amigas y mis vecinas. No me gusta vestirme para disminuir las probabilidades de llamar la atención. No soporto sentir los nervios crispados cada que escucho una moto.
Detesto tener que pedirle a mi papá, mi hermano o a mi novio que me acompañen a algún lado, que no quiero ir sola. Me rompe el corazón que mi mamá me regrese a la CDMX temprano cuando la visito, y me recuerde mandarle un mensaje cuando llegue. Me encabrona tener que usar un vagón aparte para no sentir una mano ajena en mi entrepierna. No soporto que mi mamá se preocupe tanto por mí y que tenga razones para hacerlo. En mi cabeza no cabe la idea de que María Ángela y su mamá tengan que conformarse con que haya regresado viva.
Jovana Hernández – @plumas.de.ganso