por Josué Castillo y
@tuvozesuneco
Eréndira Derbez
@erederbez
Hace semanas -que parecen muy lejanas en el mundo efímero del Internet- se habló mucho de racismo, a propósito de lo de lo pirruris que es Meade según AMLO, y de “racismo a la inversa”. Nos interesa explicar por qué consideramos que no existe tal cosa, ya que vimos que hay tantos que sostienen que sí. Antes que nada advertimos: no somos antropólogos y lo que decimos lo hacemos tras años de reflexiones y de platicar con amigas y profesoras.*
Si bien es un tema que involucra muchos otros más, hay dos partes que nos parecen esenciales para explicar por qué no existe eso que llaman racismo contra las personas blancas y nos centraremos en estas por fines de espacio: la primera tiene que ver con (A) poder y la segunda con el (B) contexto histórico en el que se construye la noción de “raza”. Ambas partes están relacionadas. ¿Por qué no podemos hablar de “raza” de la misma manera para blancos y no blancos, como varias personas lo han hecho -personas blancas, por cierto- al decir que ellas han padecido racismo? Para empezar, porque no todas las violencias son iguales y un acto racista es un acto violento que conlleva una serie de ideologías: atrás de este acto de violencia hay una historia distinta que el de otras violencias.
Hubo quienes defendieron que el “maltrato” que reciben las personas blancas es racismo, y pusieron ejemplos de niños chiquitos que son maltratados por sus compañeritos de clase; evidentemente nosotros sentimos cierta empatía por un pequeñito matoneado, pero no por ello defendemos la idea de “racismo a la inversa. Hablemos entonces de poder con una mujer blanca de clase media como ejemplo. Ella vive en un país lleno de contrastes, donde hay una relación entre el color de la piel y lengua con el nivel socioeconómico, pasó la infancia siendo molestada en las escuelas -y su físico era constantemente criticado-. Luego, cuando adolescente, el acoso callejero comenzó a afectar su forma de vivir, este acoso iba -y va- usualmente acompañado de un “güerita”.
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Pero lo que ella sufre no es racismo, prefiere llamarlo de otra forma -como matoneo, o acoso, o maltrato o incluso bullying. Por ejemplo, si ella va un “barrio bravo” y la corren o agreden dejando claro que su color de piel es motivo del conflicto, eso obviamente hará que se sienta mal, triste, molesta, impotente, pero eso no es racismo. ¿Por qué no si el color de su piel y de su pelo tienen que ver en este maltrato? Porque ella parte desde sus privilegios y esos privilegios no se invierten, ya que éstos no son el resultado, por ejemplo, de una especie de contrato social sino de una serie de procesos históricos y sociales que sobrepasan a los individuos, sus circunstancias particulares y, sobre todo, sus buenas intenciones; es decir, los privilegios no son contractuales por lo que no puede renunciarse a ellos ni invertirse de un momento a otro como si estos dependiesen de una lógica caprichosa, voluntarista o hasta azarosa. Si ella dijera que se invierten, lo que hace es quitarle sentido a muchas luchas y resistencias.
Lo anterior no implica que en la violencia hacia un individuo en posición de privilegio sea justificable, ni que estemos negando la existencia de esta violencia -ella no niega que le afecta el acoso callejero y que su fenotipo la vuelva aún (porque las mujeres ya lo son) más vulnerable-; a lo que apuntamos es que son necesarias otras categorías para pensar este tipo específico de violencia. Si lo que nos interesa es entender cómo y desde dónde se articula, necesitamos nombrar las violencias para combatirlas estratégicamente, no igualarlas.
Esforzándonos un poco, muy poco en realidad, podríamos pensar en la categoría de “resentimiento” para lo que otros llaman “racismo a la inversa”. Pero tan pronto nos esforzamos un poquito más, más de lo que suelen hacer nuestros opinólogos profesionales que clamaron al aire lo racista que es el término pirruris-, nos encontramos con que es usual pensar el resentimiento como una equivalencia simplista de la envidia. Como si para explicar el resentimiento que podrían tener, por ejemplo, un grupo de obreros en una situación particular contra la patronal bastara observar la envidia (una categoría, por cierto, menos crítica y más moral) que sienten al ver a sus empleadores tan frescos, bien comiditos y bien vestiditos a la media tarde, y no por algo así como condiciones laborales precarias. Para que la categoría de “resentimiento” nos fuese útil, tendría que perder su etéreo contenido moral. Es decir: debe hacerse material y dar razón de una actitud, y acciones derivadas de ella, de la que los agentes no tienen conciencia las más de las veces y que, además, de sostenerse sobre factores económicos, sociales, históricos y culturales, es siempre la respuesta a una relación social, que, como el racismo, no constituye una actitud ni un prejuicio”.

El segundo punto es sobre la construcción de “raza” en un contexto histórico. Cuando se construye la idea de raza lo que se hace es poner a un personaje como un modelo único, haciendo de éste un abstracto un universalizable: el hombre blanco. Con esto se cree que hay gente que es aria y son los más poderosos y los más inteligentes -por supuesto que tiene mucho de patriarcal este pensamiento- y eso excluye a todos los que no son así. Aunque ¿realmente, quiénes son así? Definitivamente ni siquiera los europeos lo son, al menos no todos o su mayoría: por ejemplo, también excluye a judíos, gitanos, morenos, etcétera. Así, el modelo universal decide, según el fenotipo, qué tan bien o mal está una persona: entre más oscura la piel o más narigón u orejón se es menos civilizado y con ello más explotable: menos persona. La misma historia del racismo nos impide caer en el sinsentido de considerar a esta una actitud subjetiva o relativa, pues, ¿qué discursos y prácticas “desde el otro lado” emergieron y tuvieron un efecto similar a, por ejemplo, la aparición de Hereditary genius, de Francis Galton, y la invención y promoción que él hizo, sin mucho éxito al principio pero con resultados criminales al final, de la eugenesia?
¿Con qué clase de movimiento recíproco contestaron, por citar otro ejemplo, los pueblos indígenas que no sólo en México fueron sometidos a principios del siglo XX a campañas de esterilización forzada -hace días la liberación de Alberto Fujimori despertó indignación por el dolor que implica el haber decidido sobre los cuerpos de las mujeres y aplastar sus derechos reproductivos?
Los discursos que pretenden ser el espejo invertido del racismo, como el suprematismo negro defendido alguna vez por Malcolm X, ¿qué son sino una caricatura, una parodia de su enemigo mortal que, despojado de todo aparato operativo, apenas es una retórica hueca?

Entonces ¿por qué decimos que le quitan sentido a las luchas? Porque invertir es igualar: es darle el mismo peso. E igualar es negar violencias, violencias que se viven y se han vivido en distintas partes del mundo y también en México: como la esclavitud, las aniquilaciones, los abusos, las esterilizaciones forzadas, la ausencia y falta de acceso a la justicia, etcétera. Por citar otro ejemplo, una de las cosas que decía siempre Alberto Patishtan, es que nunca le tradujeron al tzeltal su juicio y que la mayoría de los presos en el CERESO nos sabían de qué les acusaron porque no tenían intérprete.
Por ello, no podemos darle el mismo peso a las discriminación racista con el matoneo o el resentimiento: y no decimos que el matoneo esté bien y que a la mujer blanca de clase media que experimenta acoso no tiene “menos derecho” a sentirse mal, no decimos que el matoneo no nos afecte, sobre todo cuando niños, lo que decimos es que no es una ecuación a la inversa.
Y bueno, ella tiene que aceptarlo: antes también creía que sí existía “el racismo a la inversa”, pero con el tiempo después de hacerse muchas preguntas y de vivir un poco se dio cuenta de que no, ahora cree que es como decir -guardando obvias diferencias- que hay algo así como machismo a la inversa. Quizás para ella estudiar sobre feminismos le hizo entender muchas otras violencias que también son patriarcales.
Por último, ante las críticas por usar conceptos como white privilege y otros conceptos anglo para hablar de racismo -que vienen muchos de los estudios culturales- no consideramos que estemos cometiendo un error: si bien no es igual el proceso de conquista de las colonias en Estados Unidos o Canadá que el del Virreinato en -ahora- México o el de la colonia británica en India, podemos encontrar fenómenos similares y puntos de comparación para adaptar la teoría -así como todo el tiempo usamos teoría alemana o francesa para explicarnos cosas en Latinoamérica. Además la construcción de la “raza” afectó a todos lados. Como todo, es cosa de contextualizar y hacerlo con cuidado.

Y sí, los procesos históricos en México y en Estados Unidos son muy distintos: ellos fueron colonias y aquí virreinato, allá hubo aniquilación, al igual que acá pero también mestizaje, en Mesoamérica se conquistaron territorios con asentamientos urbanos y allá no. Acá la sucesión entre Habsburgos y Borbones cambió el orden social y allá, evidentemente -al ser colonia inglesa-, no.
El contexto mexicano también merece sus propias palabras-, coincidimos con quienes critican, pero no quiere decir que no podemos tomar prestadas palabras en inglés sin por ello no ser conscientes de fenómenos que afectaron radicalmente a nuestra sociedad, como la manera en la que se ha planteado el mestizaje en el siglo XX desde el Estado, que esconde violencias y no las reconoce. Pero usar frases como “privilegio blanco” no quiere decir que no usemos otras como “repercusiones del vasconcelismo”.
Hablar de una construcción como “raza” es importante y sin duda puede ser incómodo, nos hace cuestionarnos nuestros privilegios y nuestros racismos. Sentirnos “discriminados a la inversa” habla mucho de nuestros privilegios, nos permite pensar nuestra participación en un entramado social que privilegia a unos y excluye a otros de manera sistemática a partir de categorías que se derivan o se relacionan con género, clase, raza e, incluso, nacionalidad. Las consecuencias de los procesos de racialización son contundentes en nuestra forma de relacionarnos y, por supuesto, las implicaciones son también políticas.
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*Para escribir esto fueron esenciales las observaciones de la antropóloga e historiadora del arte Minerva Anguiano.
** Usamos la experiencia de Eréndira como ejemplo -una mujer joven y blanca que claro que conoce el matoneo y el acoso-, la cercanía permite entender ciertas fibras que son sensibles y así repensar los argumentos.