Por Óscar Muciño
@opmucino
Comentan que Frida Kahlo en su diario escribió: “Pies, ¿para qué los quiero si tengo alas para volar”; aseverar que se tiene alas es peligroso y muy relativo. En cambio, los pies son una certeza, se palpan y se ven, además confieso que he andado con un par de ellos desde hace años.
El caminar es un bien que a través del tiempo se ha administrado de distintas maneras. La humanidad del medioevo veía limitada su movilidad tanto por los peligros del medio que la circundaba como por los mecanismos sociales que privilegiaban el sedentarismo.
Las ciudades amuralladas servían para protegerse de inclemencias naturales, grupos de ladrones o manadas de animales. Sólo ciertos sectores de la población como eclesiásticos, caballeros (clero y milicia) y algunos nobles podían trasladarse por los caminos relativamente sin peligros; en cambio los aldeanos libres que vagabundeaban eran mal vistos por su condición de mendicantes y arriesgaban literalmente el pellejo.
Las crónicas de Rodoulf Glaber cuentan que durante los tiempos de mayor hambruna, el transitar algunas rutas despobladas era correr el riesgo de ser comido por otros hambrientos:
“Un hambre desesperada hizo que los hombres devoraran carne humana. Dos viajeros fueron muertos por otros más robustos que ellos, sus miembros despedazados, cocidos al fuego y devorados. Muchas gentes que se trasladaban de un lugar a otro para huir del hambre y encontraban en el camino hospitalidad, fueron degolladas durante la noche y sirvieron de alimento a aquellos que les habían acogido. Muchos, enseñando a los niños una fruta o un huevo los atraían a lugares apartados, los asesinaban y devoraban.”
Cuando un campesino firmaba un acuerdo de vasallaje con el señor feudal, se le asignaba un pedazo de tierra, tanto para sembrar como para vivir, y se le brindaba la protección del señor. Se le proporcionaban medios de subsistencia dentro de las murallas.
El acuerdo también limitaba la capacidad de movimiento del vasallo pues éste no podía abandonar las tierras que le habían sido cedidas, además que empeñaba días de trabajo en beneficio del “amo”. Esto provocó que la huida se transformara en un acto de temeridad y de rebeldía. Esta práctica también se reflejó en los monjes goliardos, quienes huyeron de la vida monástica para predicar los beneficios de una vida disipada sometida al azar, Oh fortuna, velut luna, statu variabilis, canta el Carmina Burana.

La movilidad sigue siendo una cuestión vigilada. Las condiciones de un vasallo feudal son cercanas al trabajo de oficina. Se nos asigna un pequeño cubículo, un equipo de cómputo, una paga de acuerdo al puesto que ocupamos, se nos delegan distintas actividades, se nos pide un sentido de comunidad entre los empleados, y también, al firmar el contrato, empeñamos la libertad de movernos durante nueve horas del día, las laborales, entre semana principalmente y durante nuestros mejores años, después de los cuarenta ya no eres tan atractivo para que te integres al equipo.
Al incorporarnos al personal de una oficina entramos al ritmo mayoritario de la ciudad. Entregamos una parte de nuestra vida, tal vez la mejor, y renunciamos tácitamente a recorrer las calles, a no ocupar el espacio público a ciertas horas. Sobre todo cuando hay sol. Muchas manifestaciones de protesta social toman en cuenta estos horarios laborales en la elaboración de sus itinerarios.
Habitar un cubículo es una forma de ayudar a las fuerzas del orden público, pues la afluencia de ciudadanos en la calle es poca, o mucho menor a la que podría ser; además que otorga al trabajador un sentimiento de cumplimiento cívico y la paga para las necesidades inmediatas.
En este ritmo de la ciudad coincidimos con millones de personas que siguen ese mismo ritmo. Convivimos con las multitudes de trabajadores que compartimos horarios de entrada y salida, y que debemos transportarnos desde nuestros dormitorios hasta los lugares de trabajo. Horas pico que desgastan cualquier ánimo. Por eso, muchos el fin de semana se encierran en casa, sin ganas de ver más rostros.
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Cuando agregamos fe a un traslado lo convertimos en peregrinaje. Para los primeros cristianos la vida del caminante era la más apegada a su ideal, si este mundo era de tránsito a una nueva Jerusalén, el cristiano era un eterno viajero que no se sentía en casa en ninguna parte. Esta idea puede encontrarse en una de las máximas de la Santa Muerte: “No temas donde vayas, que has de morir donde debes”.
Este peregrinaje siempre concluye con una recompensa, pero en la realidad el peregrino sufre descalabros que “ponen a prueba su fe” y la recompensa suele ser ficticia o un mal negocio. Muchos de los que nos amontonamos en los vagones del metro tal vez conservamos una fe que esas pruebas del peregrinar son parte del camino a nuestra Jerusalén.

La ciudad de México vive por lo menos dos grandes peregrinajes religiosos, uno el 28 de octubre, para celebrar a San Judas Tadeo, y el 12 de diciembre a la basílica de la virgen de Guadalupe. Pero existen otros peregrinajes como el del raver que acude a un ambiente boscoso o rocoso para ser parte de una “ceremonia”. O los que acuden a los centros culturales de boga mundialmente, o a las comunidades autónomas, o a los rincones más reconditos del planeta; posiblemente una fe parecida nos mueve a todos en nuestras actividades cotidianas.
Esta idea del peregrinaje ha sido retomado en distintos momentos culturales, uno de ellos la Generación Beat que hizo del viaje por la geografía un medio para un viaje interior, ambas rutas eran de conocimiento. O en la historia del judío errante condenado a caminar eternamente. También están Las ensoñaciones del paseante solitario de Rousseau, el tópico del flaneuer (caminante espectador) del movimiento decadentista.
Las historias de almas en pena, o que vuelven en “Todos santos”, podrían ser anécdotas de caminantes interdimensionales. Y un largo etcétera, porque al final: Arrieros somos y en el camino andamos.
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Cita tomada de:
Le Goff, Jacques.(1971). Historia Universal siglo XXI. La baja edad media. Vol. 11. México, D.F.: Editorial Siglo XXI. p.23
Fotos de: Marcin Jaroszewski