por Joaquín Diez-Canedo Novelo
@joaquindcn
Suave Patria: tu casa todavía
es tan grande, que el tren va por la vía
como aguinaldo de juguetería.
En medio de la Sierra Gorda de Querétaro, un pueblo chiquitito en el valle al que se llega desde las montañas que se llama Tilaco. Todo el terreno está cubierto de arbustos bajos y poco cerrados, de unos dos metros de altura. Nunca hay grandes árboles, por lo que en todo momento se ve todo. El pueblo es importante porque su iglesia forma parte de la red de conventos franciscanos que Fray Junípero Serra construyera en el siglo XVIII y que son Patrimonio Cultural de la Humanidad.
Hoy, los habitantes de este pueblo se dedican principalmente a la agricultura de consumo propio, como seguramente enseñó el franciscano a sus antepasados.
(Pero no:)
Diré con una épica sordina:
la Patria es impecable y diamantina.
Después de horas de ir curveando el país, inmersos entre los cerros que le dan forma, la que empezó como la última curva cerrada acabó por abrir el paisaje hacia un valle largo y despejado. Era la primera vez que veíamos aquella topografía y nos quedamos maravillados, pero también la supimos leer de inmediato y en ningún momento lo dudamos: este valle era distinto de los otros ya recorridos. Habíamos llegado y lo supimos porque aún a la distancia alcanzábamos a ver el campanario del convento que estaba allá abajo, destacando, incluso dentro de la descomunal escala del entrono, por ser un prisma regular —algo que por su geometría era ajeno a lo agreste pero que ya por ser particular enunciaba un aquí.
Viajábamos en un recorrido por los conventos franciscanos de Fray Junípero y llevábamos unos días viendo los valles de la Sierra Gorda. Habíamos recorrido todos los demás y sólo nos faltaba este, por ser el más lejano. Y luego…

…una carretera sinuosa, que va bajando poco a poco por las laderas de las montañas, serpenteando, contenida entre los arbustos bajos. Cada tanto y de manera totalmente aleatoria, el paisaje se abre y se puede ver todo el valle. Acá cerca se alcanza a ver una laguna pequeña, pero en realidad no hay mucho más. Pasamos una curva, otra curva, y de repente lo vemos por primera vez: el campanario del convento (el resto del pueblo aún no se ve). Por supuesto que ante la majestuosidad de las montañas no es nada. Tendrá, a lo mucho, unos quince metros de alto, pero esta torre, color crema y tierra, domina el paisaje como ningún árbol, ninguna montaña, ningún río lo podría hacer nunca. Y es este espectáculo de entrar y salir del valle mientras el coche va bajando, esta emoción de estar esperando el momento en el que vuelva a aparecer la torre, lo que hace que ese punto del paisaje sea un destino, un lugar, y no simplemente otro valle.
¿Qué curva le habrá revelado el valle a Junípero?
Mistral:
Cuando sueño la Cordillera,
camino por desfiladeros,
y voy oyéndoles, sin tregua,
un silbo casi juramento.
Ya abajo fue evidente que el valle estaba atrás. Entrábamos al pueblo y el campanario desaparecía detrás de una bóveda de jacarandas en flor, que filtraban la luz con sus manchas moradas y ritmaban el camino con su regularidad de procesión. Y de pronto acabaron las jacarandas peregrinas cuando llegamos a la plaza, y entonces ya no había techo ni montañas ni entorno sino solamente el cielo y el campanario y la Ley, clara y distinta. Estábamos aquí.
…pero lo que más nos impresionó de estar abajo era la manera en que el convento hacía sitio. Era como entrar a algo que ya conocíamos y no nos sorprendió sentirnos cómodos con cómo el atrio nos envolvía y delimitaba lo informe hasta direccionarlo: acá había líneas y ejes y símbolos en una superficie que era la fachada del convento. Afuera sería lo que fuera, pero acá todo se entendía perfectamente: era el sitio de peregrinaje y el punto de congregación. Aquí la vida y la historia y el tiempo y Dios, y luego la conquista y el estado y la ley
las campanadas caen como centavos
[Velarde]
mientras que afuera el territorio y el paisaje
Suave Patria: permite que te envuelva
Mistral:
Pienso en umbral donde dejé
pasos alegres que ya no llevo,
y en el umbral veo una llaga
llena de musgo y de silencio.
…y volví a esas tierras, muchos años después y con otra gente, y aunque no volví a tu valle, Campanario, te supe cerca. Estaba perdido entre montañas que me rodeaban pero había un camino y un río y una tarde dorada que se adivinaba detrás de las siluetas allá al fondo. Caminaba y mientras el mundo oscurecía la noche daba paso al ensordecedor ruido de la selva. Lo único que hacía algo distinto es que al fondo oíamos un ladrar de perros,
…y luego las montañas desaparecieron y fue la noche.
¿Qué hubiera pasado si hubiera escuchado tu repique? ¿O si al fondo de ese cul de sac hubiera estado tu geometría?
De fondo unas montañas.
(No, espera, no están de fondo:
nos rodean, nos aprietan
nos asfixian como la humedad casi sólida que parece colarse
[por cada poro.)
Un silencio casi absoluto donde sólo se escuchan nuestros
[pasos,
algún murmullo cuando alguien dice algo,
el ruido genérico de la selva que nos observa
paciente y quieta.
Un poco más abajo un riachuelo.
No se ve, pero escucha,
frena
y escucha.
¿Lo oyes?
Ya ni me acuerdo adónde vamos,
llevamos rato caminando
y la luz dorada que nos recibió
y acariciaba las copas de los árboles
se vuelve poco a poco más rosa
más violeta,
y la selva parece acercarse y cerrarse,
aprovechando la mirada imponente de las montañas de atrás
que con la oscuridad se vuelven sólo siluetas.
De fondo unas montañas.
Fray Junípero Serra nació en 1713 en Palma de Mallorca y llegó a la Nueva España 37 años después, en diciembre de 1749. No tardó mucho en conseguir el permiso para ir a Querétaro, en donde fundaría las misiones de la Sierra Gorda, un territorio aún ignoto y fuera del control del virreinato. Ahí permanecería nueve años, evangelizando a los indios pames y enseñándoles agricultura y ganadería. Posteriormente, y gracias a la expulsión de la orden de los jesuitas del imperio español, en 1767, Fray Junípero deja los valles centrales novohispanos para ir a las Californias —aún agrestes e indómitas, y cuyas misiones estuvieran a cargo de la orden expulsada— a hacer en la Alta California lo mismo que hubiera hecho en la Sierra Gorda.
Patria: te doy de tu dicha la clave.
Imagino a Junípero con poco más que su Fe y la Doctrina, descendiendo a las partes bajas y fértiles de la Sierra Gorda o a las planicies costeras del Pacífico californiano, tierras que casi ningún occidental había visto antes, a ponerles otros nombres como
Santa Bárbara o
San Quintín o
San Vicente,
para luego seguir con su camino haciendo lo mismo y enseñando lo que sabía.
¿En qué momento dijo hasta aquí?
Mistral:
Veo al remate del Pacífico
amoratado mi archipiélago
y de una isla me ha quedado
un olor acre de alción muerto…
Llegamos al límite y supe que por ahí habías pasado, también. Lo supe porque vi tu nombre escrito en los valles y en las rocas y en la vegetación que te habrá parecido enteramente ajena; y me gusta imaginarme lo que habrás pensado cuando viste estos paisajes por primera vez. ¿Habrás puesto en duda tu Fe cuando te diste cuenta de lo diferente que podía ser todo? ¿Habrás cuestionado la bondad de tu dios cuando viste que el desierto no te devolvía nada más que el calor y el sol y a veces, sólo a veces, una fruta marciana llamada pitahaya, que es de un rosa tan intenso que no tiene otra descripción más que “mexicano” y que no se parece en nada a las manzanas y duraznos y peras de tu infancia? ¿Qué te llevó a no parar, Junípero, ni ante la mayor adversidad de todas que es aquella nada entre dos mares a la que llamamos Baja California? ¿O será que seguiste con la esperanza de encontrar algo más allá del desierto y lo supiste cuando viste la bahía que nombraste San Diego en honor al único santo de tu orden, nacido en aquella tierra que ya no era tuya pero que seguramente añorabas? ¿O será que viste algo de tu Palma de Mallorca en los acantilados secos y azorados por tanto viento de esa Alta California? ¿…en algún momento te acordaste de Tilaco, Junípero?
y luego te regalas toda entera,
suave Patria, alacena y pajarera.
Llegamos a Bahía de la Concepción después de recorrer las misiones de la península, en una carretera por la que no pasa nada más que el tiempo. Bajamos por Santo Tomás
San Quintín
San Antonio y
Santa Rosalía, y
luego llegamos hasta la bahía que llamaste Concepción, Junípero (tú o alguien más que iba contigo o te precedió), tal vez porque el paisaje te era tan ajeno que pensaste que sólo tu dios-que-todo-lo-sabe le podría dar germen.

Y ahí, embarrados del inmóvil calor del desierto, nos sentamos a ver cómo pasaba el tiempo en el mar, cómo cambiaban todos los colores todo el tiempo al punto en que nosotros mismos pensamos que estábamos en otro planeta. Y es que acá no había campanario ni valles ni moradas jacarandas peregrinas sino simplemente piedras rojas, algunos arbustos y calor. Y tampoco se oía nada como en la selva aquella en la que te menté, y que era un zumbido siempre-presente e indistinguible. No: acá lo que había era un mar, calmo como espejo, y unas montañas más-allá-después-del-mar, y ni una sola luz o prisma o torre que pudiera enunciar un aquí.
Mistral:
Amo las cosas que nunca tuve
con las otras que ya no tengo.
…y en aquella noche profunda y silenciosa en la que nos sentamos frente al mar, la única cosa que nos devolvía al mundo eran las luces de los coches que iluminaban con su recorrido solitario la carretera que nos daba respaldo.
Pero de pronto las estrellas
cuando siento las piernas más pesadas.
De pronto las estrellas cuando la selva
se vuelve un telón de fondo.
De pronto las estrellas
que toman el primer plano.
Y todo el miedo
la oscuridad
el silencio de bichos
y la omnipresencia de las montañas
asumen su condición de escenario y entonces
paramos, míralas,
mira cómo se ve esa línea,
cómo se dibuja perfectamente
el límite de la galaxia,
cómo pasa esa estrella fugaz,
cruzando el cielo sin importarle que alguien
acá abajo,
en un valle sumido en medio del mundo oscuro,
la observa.
Y recuerdo haber pensado que detrás nuestro pasaba el camino que recorría la extensión entera de la Península, y también de darme cuenta en ese momento que el camino lo que hacía era poner un tiempo entre los puntos que va uniendo con su leve serpenteo: los trazaba en un mapa.
Mistral:
Es tronco muerto o es mi padre
el vago dorso ceniciento.
Yo no pregunto, no lo turbo.
Me tiendo junto, callo y duermo.
¿Qué habrás pensado, Junípero, al ver que después del mar había aún más montañas? ¿Cuántos otros campanarios ideaste?

