Por Alejandro Merlín
@vulgatas
Ilustración de Santiago Solís
@SantiagoSolisM
Una cascarria es el lodo que se adhiere y se seca en la parte más baja de los pantalones. No sé por qué le decían Cascarrias, si se llamaba Carlos, pero fue el apodo que le destinó la providencia a aquel narcotraficante del pueblo.
Era vecino de mis abuelos, en un pueblo perdido de Santiago Papasquiaro, irónicamente llamado Palestina. Como suele suceder en estos casos, a nadie le constaba que fuera narco, pero todo el mundo lo decía abiertamente y él no desmentía a la gente que propagaba estos rumores. Además, el repentino enriquecimiento (casa nueva, camionetas, caballos) sin un trabajo evidente casi confirmaba las sospechas.
Cascarrias era una de esas personas que tienen sed, una sed apenas perceptible en la pobreza (una pobreza por lo demás de varias generaciones) pero que con unos miles y hasta millones de pesos se manifiesta en una sed insaciable de todos los vicios.
Yo sólo lo vi unas cinco veces, creo que siempre crudo. Recuerdo particularmente tres veces, las otras dos, si sucedieron, las olvidé. La primera fue una tarde lluviosa en que por fin le llevé un mensaje. Junto con mi hermano, era mensajero de la caseta telefónica del pueblo, cuya administración llevaba mi tía. Mi hermano, de naturaleza abusiva, siempre atendía los mensajes que le depararían una propina más sustanciosa. Él ya me había presumido que Cascarrias le había dado una propina de veinte pesos porque “andaba en la borrachera”. Cuando por fin me tocó tomar mi bicicleta para llevarle la notita en la que le decían quién y a qué hora le iban a hablar, lo encontré en el patio de su casa.
Rodeado de amigos, con un bigote recortado y de piel colorada, estaba eufórico cantando los versos de la música que salía de su camioneta, estacionada a un lado.
—¿Qué pasó compita? ¿Qué se le ofrece? —me dijo con una voz casi salvaje.
—Vine a traerle un mensaje. —Extendí mi mano infantil para darle el recado donde una tal Violeta le decía que le iba a marcar las 5 en punto.
—Tenga compa, pa que se tome un refresco.
Me dio 50 pesos. ¡50 pesos en 1995! ¿Qué fue lo que hice con ese dinero? Me compré dulces, sabritas, paletas, refrescos: todo aquello que le prohíbe la sociedad a un niño de 7 años. No sólo eso, también invité a mis amigos al festín de la alimentación diabética y chatarra.
La segunda vez que lo vi fue afuera de un baile, cuando celebró el bautizo de su hija. Estaba tirando balazos con sus primos y hermanos, al cielo, a la nada. Tiraba balazos como loco, como buscando a Dios para matarlo. Ahí llegó el borracho del pueblo. Era, como se esperaba de él, el arquetipo del borracho del pueblo: sombrero de lado, hinchado del rostro por los estragos hepáticos, necio y fanfarrón, desaliñado y ofensivo. Alcancé a ver, en medio del trajín de las parejas que salían y entraban, cómo se le acercó a Cascarrias para pedirle dinero, alcohol o drogas. Recuerdo que pude ver a mi madre a lo lejos, haciéndome un gesto de reclamo, pidiéndome que fuera a la casa a cenar. Cuando pasé al lado de Cascarrias, pude escuchar la respuesta que le dio al borrachín:
—Tenga, compita, ahí le van los verdes para que se dé en la madre. Sí compa, vaya derechito a darse en la madre.
Mi tía llegó con la noticia, al día siguiente, de que el borrachín del pueblo había sufrido una congestión alcohólica y estaba en el hospital, muy enfermo, para luego agregar que no, que en realidad ya estaba muerto, que Cascarrias le había dado 100 dólares, cocaína, todo el alcohol que quisiera, que tomó todo lo que pudo y se quedó tirado al lado del arroyo y lo encontraron enlodado, frío y vomitado.
La sed es contagiosa. No sabemos de dónde nace, de dónde proviene. Hay quien piensa que la alimenta la frustración, pero la frustración por no tener algo no es nada sin el deseo o el anhelo de tenerlo. La sed la transmitimos justamente cuando creemos mitigarla, porque ya estamos bebiendo del vaso que entonces desea otro. ¿Cuántos no querían ser Cascarrias como Cascarrias antes quiso ser como él? Sin límites, sin precauciones, sin prudencias. No lo sé. Quizá la sed es ese lodo que se adhiere a los pantalones, que se seca y que requiere de más y más agua para poder limpiarlo.
El caso es que una vez vi a Cascarrias —de hecho la última vez— salir en camilla de su casa, completamente crudo y en calzones, aparentemente enfermo. Había escuchado que hacía poco había tenido un accidente en la carretera, que se metía en problemas, y que se había vuelto a apasionar con la parranda. Después de una fiesta de varios días, donde incluso se dijo que encañonaron a los músicos para que no dejaran de tocar, su cuerpo se rindió ante una borrachera proverbial con dosis de cocaína provistas a granel. Fue una mala pasada en el hospital.
Luego, meses más tarde, asustado de sí mismo, recibió una amenaza por teléfono. Se mudó a Estados Unidos, donde encontró un trabajo en la construcción de edificios. No sé si viva, y si viva tranquilo. Jamás regresó. Por supuesto, nunca aprendió a ahorrar.
