Por: Manuel de J. Jiménez
No todas las disculpas son admitidas por los ofendidos ni todos los errores son enmendados al momento de reconocerlos. Estas fueron quizás las sensaciones más comunes que produjo en millones de mexicanos la declaración que Enrique Peña Nieto realizó en el marco de la promulgación del Sistema Nacional Anticorrupción. Los comentarios han sido de toda índole: hay quienes trazan una genealogía del perdón priista con las disculpas lacrimosas lopezportillanas, otros, como Carmen Aristegui, remarcan la incongruencia de un palabrería hueca, que no es de fondo ni sincera (en el discurso se omiten los agravios ocasionados a los periodistas que realizaron la investigación de la “Casa Blanca” y continua la “persecución judicial” debido al prólogo del libro), que sólo “mecen la cuna” y que no se ha producido ninguna responsabilidad jurídica. Entre otras cosas, la periodista sugiere que en otros países, ante tal escenario, se hubiese declarado un impeachment u otras figuras análogas de investigación y responsabilidad en contra del mandatario mexicano.
Pero, ¿por qué esto no sucede? Primero habrá que analizar las repercusiones del discurso para así mirar los alcances de la palabra presidencial. Peña Nieto parte de la idea del servicio público. Aunque ocupe el cargo estelar de la política mexicana, eso no lo aleja de su naturaleza elemental: ser un servidor público como cualquier policía de barrio o cualquier secretaria sofocada burocráticamente en un escritorio. “Este asunto me reafirmó que los servidores públicos, además de ser responsables de actuar sobre derecho y con integridad, también somos responsables de la percepción que generamos con lo que hacemos y en esto reconozco que cometí un error”. Pero además de la responsabilidad que adquiere por ser un servidor público, el presidente de la República posee cualidades especiales. Atendiendo a la protesta constitucional que realizó el primero de diciembre de 2012, donde solemnemente adquirió el compromiso de guardar y hacer guardar las leyes del país, también se obligó a “desempeñar leal y patrioticamente el cargo de Presidente de la República que el pueblo me ha conferido, mirando en todo por el bien y prosperidad de la Unión; y si así no lo hiciere que la Nación me lo demande”. Es decir, de la percepción que el pueblo tenga de sus acciones u omisiones como ejecutivo nacional, depende en gran medida su legitimidad no sólo moral, sino incluso jurídica si atendemos a lo anterior: el presidente representa los intereses de la población. Si se comente un error, se deben rendir cuentas claras que den satisfacción al sentimiento popular. El pueblo, no olvidemos, le ha conferido todo su poder.
A pesar de ello, Peña Nieto intenta desvincular los ámbitos público y privado para soslayar la responsabilidad. “No obstante que me conduje con apego a la ley, aceptó y reconozco que cometí un error. Este error afectó a mi familia, lastimó la investidura presidencial y dañó la confianza de la sociedad. En carne propia sentí la indignación de los mexicanos, por eso, con toda humildad, les pido perdón”. Al final existe un argumento al pathos: un perdón “sincero” con la humildad que tienen los seres humanos al ser depositarios de defectos y admitir limitaciones. Se trata de la mea culpa presidencial (como afirma Aristegui) que reacciona psicológicamente ante el escarnio y animadversión que muchos mexicanos le profesan. Pero aquí está lo que no cuadra plenamente: si se cometió un error, pero el presidente siempre se condujo conforme a derecho, ¿por qué se lastimó la investidura presidencial y se dañó la confianza entre gobernante y gobernados? Es decir, un error en la esfera de lo privado, no provoca esas consecuencias. ¿Si el presidente actuó y guardó las leyes en todo momento y lugar, por qué debe ofrecer perdón al pueblo de México? A los ciudadanos sólo nos interesa Peña Nieto en tanto servidor público. En resumen: un error con esos resultados, no es apagarse a la ley.
Peña Nieto, como un Narciso absorto por un reflejo deforme e inesperado, invoca a una introspección reflexiva. “Es necesario vernos en el espejo y asumir una visión autocrítica del desempeño”. Esto, hasta cierto punto es bueno si se toma con seriedad, pues hasta hoy la única responsabilidad que pudiese fincarse al presidente es la moral. La Constitución afirma que el Ejecutivo, durante el tiempo de su encargo, sólo podrá ser acusado por traición a la patria y delitos graves; todas sus declaraciones son inviolables y no pueden ser objeto de juicio jurídico. Para la Constitución, la voz del presidente está más allá de la legalidad. Sus acciones, no.
