Por: Manuel de J. Jiménez
La visita del papa Francisco a nuestro país ha causado varios comentarios y precauciones tanto entre los feligreses como en los ciudadanos. Entre la grey católica, la ansiedad se siente por los preparativos y el recibimiento solemne por parte de las autoridades eclesiásticas mexicanas: regalar pases entre los parroquianos más constantes en la misa dominical o formar parte de la valla humana. Todo un acontecimiento. Sin embargo, para otros, quienes fueron educados con la estampa de Benito Juárez y custodian la laicidad de los actos públicos, las cosas parecen delicadas e incluso espinosas.
¿Realmente se vulnera el Estado laico con la visita del jerarca católico? Ante los actos de sumisión entre gobernantes, como aquel que ocurrió con la atenta besada de mano de Vicente Fox a Juan Pablo II (cuestión que traza un cuadro medieval), la tradición de laicidad mexicana se trastocó desde sus ejes simbólicos. Si durante la mayor parte del siglo XX, la revolución institucionalizada, reivindicadora de la Reforma, tomó distancia con Roma a tal grado que Plutarco Elías Calles apoyó a José Joaquín Pérez Budar como “papa mexicano” a fin de que la iglesia mexicana no dependiera de Roma. El cisma no cuajó del todo y los miembros de la Iglesia católica mexicana, aunque abolieron el celibato e hicierom gratuitos los sacramentos, fueron declarados herejes. Hoy, sin embargo, parece que la política nacional está muy ligada a la autoridad papal. En una nota de El economista se menciona que Jorge Traslosheros, investigador del Instituto de Investigaciones Históricas y experto en el tema religioso, declaró que la visita del papa Francisco como jefe de Estado “puede entenderse como el interés de agenda compartida en materia de justicia y paz, independientemente del desempeño de las autoridades nacionales en la materia (…) la llegada del Papa Francisco al país no viola al Estado laico, sino materializa la garantía a un derecho humano: la libertad religiosa”.

Desde el punto de vista jurídico, lo que obra en la agenda del sumo pontífice no mina la laicidad del Estado mexicano. En la lógica de las democracias modernas, los ciudadanos, en uso de su libertad de culto, pueden profesar la religión que mejor les convenga, siempre y cuando, existan fines lícitos y no se contravengan derechos de terceros. En este sentido, la mayoría de los mexicanos están en pleno derecho de hacer un magno recibimiento a su líder espiritual. Pero ¿qué pasa con las otras alternativas? Es decir, aquellos que constituyen otras iglesias, profesan otros cultos o son ateos. Si una democracia toma en serio los derechos de las personas, resulta primordial no sólo garantizar las libertades públicas de la mayoría, sino también es preciso reconocer y proteger los derechos de las minorías políticas, religiosas e ideológicas: hacer valer una decisión desde el disenso. En ese sentido, parece que la recepción de otras personalidades religiosas, como el Dalái lama, no se da del mismo modo. Incluso desde la lógica de jefes de Estado, los ánimos institucionales son asimétricos: presidentes de naciones cualquieras no valen lo mismo que las llaves de san Pedro.
Quizás desde la agenda pública y los protocolos establecidos, el itinerario no quebranta los fundamentos de la laicidad establecidos en los artículos 24 y 40 constitucionales. A pesar de ello, emerge un entorno distinto si consideramos los actos de autoridad en materia de difusión de la cultura y la comunicación. El jueves 11 de febrero, un día antes de la llegada del Papa Francisco, hallé varias estaciones de Metrobus cerradas en las inmediaciones de la Basílica de Guadalupe. Después, en los monitores del metro también encontré clips sobre la llegada del papa y un campanero explicando por qué repicará de forma inusual en catedral por el arribo del líder religioso. Yo me pregunto, ¿qué relevancia cultural posee esa información para quien no es católico? Más allá de la salutación de “Bienvenido Papa Francisco, la CDMX es tu casa”, que radicalmente puede leerse como el ofrecimiento de la ciudad a un príncipe extranjero, en realidad deja clara una idea: México sigue siendo un país devoto pese a lo que diga la Constitución. Une más la virgen de Guadalupe que cualquier otro símbolo nacionalista. Eso lo saben muy bien los gobernantes y, como “buenos príncipes maquiavélicos”, lo usan a su favor. Todavía las llaves de Francisco abren muchos hogares.
