por Óscar Muciño
@opmucino
De niño, un juego recurrente con los amigos de la colonia era el “Gol-para”, sencilla variante del fútbol en la que sólo hay una portería y el que anota un gol debe colocarse como portero. En nuestra calle la portería oficial era un zaguán negro de una casa abandonada, ubicada justo al lado de la mía. Esa casa, en la que nunca había nadie, pertenecía a un señor del que sólo sabíamos se llamaba “Pancho”.
Las pelotas se nos volaban con frecuencia al interior de la casa y teníamos que allanarla para recuperarlas. La estrategia era alcanzar la marquesina sobre el zaguán, de ahí bajar al patio, primero utilizando el boiler como apoyo para los pies, para después utilizar como escalón un lavadero al lado del boiler, y ahí, finalmente, saltar al piso del patio.
La casa llevaba tiempo deshabitada, algunos vidrios de sus ventanas estaban rotos, hierba había crecido en medio del patio, mucho musgo tenía ocupado las orillas de las paredes. Un par de ocasiones nos adentramos a sus habitaciones, la puerta no resistía un par de empujones, adentro encontramos cintas inservibles de VHS, trastes y alguna que otra caja consumida por la humedad, nada de relevancia.
Con los años los juegos ya no se restringían a la cuadra, nos organizábamos varios amigos para acudir a unas canchas de fútbol rápido al lado del Centro Cívico de la colonia, ahí se reunían muchos chavalines de otras calles, y se organizaban retas a dos goles. El que perdía cedía su puesto. Nos costó trabajo, pero llegó un momento en que éramos dominadores en esas canchas, llegábamos y ganábamos varias retas seguidas.
Durante esos años entré a un equipo de fútbol “llanero” que era conducido por un amigo de mi papá que vivía atrás de nuestra calle. Ahí tuve mis primeros partidos y vi mis primeras amonestaciones, pero ahora quisiera detenerme en un partido, el único en el que anoté un gol.
El día que se jugó ese partido mi padre no pudo acompañarme por un pendiente del trabajo. El señor que dirigía el equipo nos llevó a todos al campo en la parte de atrás de una camioneta. La cancha estaba atrás del mercado de una de las colonias aledañas a la nuestra, la colonia Múzquiz, era un campo lleno de piedras, que en sus orillas tenía cascajo de los terrenos donde alguna que otra casa en obra negra comenzaba a levantarse; una de las porterías de la cancha tenía detrás una de las entradas al mercado, las personas que pasaban para hacer sus compras corrían el riesgo de recibir un balonazo.
Nuestro equipo iba vestido de blanco, el otro de colores mixto, ninguna de las escuadras contaba con uniformes homologados, sino apenas prendas unidas por coincidencias cromáticas. El partido fue ríspido, aburrido seguramente, el primer gol fue obra del equipo contrario.
En las retas siempre jugaba “adelante”, intentando meter goles, cuando salte al campo llanero, de once jugadores, como ya dije en otro lado, me perdía, y con los años aprendí a ubicarme en la defensa, en la lateral izquierda por una causa que no identifico, pues soy diestro y nunca tuve una carrera veloz, pero cuando llegamos a Múzquiz yo jugaba de delantero, y, la verdad, era malo, poco atinaba a conducir la pelota rumbo a la portería, o tirar desde lejos, o retener el balón para la llegada de otros compañeros. Pero resultaba que ese día no completábamos los once jugadores, así que no tuvieron más remedio que dejarme entrar desde el principio.
Como decía, perdíamos uno a cero y ya se acercaba el final del partido cuando el otro delantero de mi equipo, un chico del que no recuerdo su nombre pero que era varios años mayor que yo, tomó el balón en un contragolpe y se encaminó solo frente al portero contrario, yo viendo su carrera fui atrás de él; cuando tuvo al arquero de frente tiró a gol, el remate fue rechazado por el portero y el rebote salió justo del lado del que yo venía corriendo acompañando la escapada; con el portero vencido, sin defensas de por medio, y la portería desprotegida, lo único que tuve que hacer fue pegarle al balón con dirección de gol. Vi la pelota cruzar la línea de meta, escuché los gritos de mis compañeros de equipo, quise correr a festejar, pero recordé que no había ido mi papá y quedé un poco confundido, en ese momento llegó el otro delantero y emocionado me cargó. Empaté el partido. Así quedaría el marcador: uno a uno.
Cuando llegué a casa conté con alegría que había anotado el gol del empate. No sé por qué le hacía hincapié a mi padre que no había ido, no como reproche, sino con cierto orgullo de haber anotado en su ausencia. “Me dejaste solo y volé”. Nunca más anoté un gol en un partido “llanero”, en mis otros equipos siempre fui defensa, tal vez por eso me acuerdo con cariño ese único gol, que no fue vistoso ni una proeza, sino un simple pase a la red aprovechando las circunstancias de la jugada que quedó para las estadísticas.

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