de Pacôme Thiellement (Publicado en www.ventscontraires.net)
traducción de Joaquín Díez-Canedo N.
Vivimos nuestra vida bajo una dictadura financiera dominada por la inquietante benevolencia de una minoría de criminales, aquellos que llamamos los súper ricos. El problema, su problema, es que no saben qué hacer con nosotros. En primer lugar, viven bajo principios tontos que nos obligan a avalar: la idea que la competencia acarrea la innovación; la idea de un mundo en donde la riqueza llama a la riqueza, y donde mayores ganancias engendrarán mayor conocimiento, ética, benevolencia, bondad… Todas estas son bellezas y grandezas que ellos jamás han logrado obtener por ellos mismos, pero que imaginan que se encuentran para nosotros al final de su incesante búsqueda de reformas más radicales, de inequidades más masivas. O son idiotas o nos toman por idiotas.
De hecho, el poder te vuelve idiota. Y el dinero te vuelve idiota. Es casi matemático: mientras más ricos se vuelven más miedo tienen, y más nos hacen la vida un infierno, lleno de medidas de seguridad, de prohibiciones. Aquello que les falta es un verdadero sentido económico a largo plazo, donde comprenderían que mientras más fábricas cierren, más delincuencia crearán, y más tendrán que gastar sus pequeñas monedas en comprar instrumentos de vigilancia. Aquello que les falta es una verdadera inteligencia de lo humano, donde, en lugar de considerar al otro como un predador, comprenderían que los hombres, en su mayoría, no exigen más que comportarse correctamente, decentemente. Su único pretexto, en el fondo, es que fueran perversos. Su única excusa es que tuvieran la necesidad de saber si sufrimos a causa de ellos para que sean felices. Decía Jules Renard: “no es suficiente ser feliz: aún es necesario que los otros no lo sean.” Su único pretexto sería que estén enfermos.
Nos van a sobreexplotar – eso es claro, ¿pero cómo? Para aumentar sus márgenes [de ganancia], nuestros dominantes despiden por montones y se encuentran con nosotros, sin dueño y sin medios para adorar a su dios “inmaterial”: el dinero. Y ahora, para coronar todo, tienen miedo. Miedo de que les plantemos grandes huelgas en la cara — una gran huelga general, cremosa como un pastel de boda, que inmovilizaría al país y los tomaría como rehenes. Y entonces nos enfrentan los unos contra los otros sin cesar. Crean conflictos por todos lados; es su único medio de controlar. Ahora es más necesario que nunca que tengan miedo. Sólo son niños.
Necesitamos el trabajo para vivir. Lo necesitamos para aprender. Lo necesitamos para reír. Lo necesitamos para crear. Lo necesitamos para amar. Nada hay más horrible que no trabajar… El más perdido de todos los días es aquel en el que no hemos trabajado. El profesor Choron tiene razón cuando le responde a Pierre Carles en su gran película Choron Dernière:
«Una sociedad donde la gente denigra su trabajo significa que no respetan lo que hacen. ¿Por qué razón? Tú ves a los jóvenes a los que no les importa nada. ¿Qué hacen? ¿Dónde te los encuentras? No tienen nada que decir.
«Pero trabajar no es natural.
« ¡Cómo no va a ser natural, imbécil! No digas burradas. Sabes, los asnos siempre tienen muchos trucos, muchas cosas divertidas, etc. Lo han leído todo. “Yo he leído a Proust, En busca del tiempo perdido, etc., etc., etc.” Mientras más “etcéteras” tengan, más eruditos parecen. Ah, el sabio dice que debemos matar a todos los que no trabajan, ese es el colmo de la sabiduría.»
Antes el trabajo era indisociable del tránsito de iniciación: todo trabajo era sagrado porque en todo trabajo había la transmisión de una perspectiva particular y la creación de una relación entre nosotros y el mundo. En todo trabajo había la posibilidad de aprender un instrumento que sería a la vez un arma y una alianza en la guerra nupcial entre uno mismo y la realidad. Hoy, después de haber destruido toda posibilidad de transmisión de un saber real con su revolución industrial y luego cibernética, confían los puestos de trabajo a las máquinas, nos privan del trabajo y enseguida nos tratan de flojos. Pero esta ganancia tiene un precio: sumerge a la Tierra en las tinieblas. El mundo se achica. El mundo deviene sombrío. Ellos son pocos y nosotros muchos. Y lo saben. Y saben que no pararemos, que no pararemos nunca.
El trabajo presenta tres caras. La primera es la creación. La segunda, la conservación. Y la tercera es aquella de la destrucción. Cuando no hay nada, es necesario crear. Cuando hay algo de bello, de decente, y de justo, es necesario conservarlo. Y cuando lo que hay está podrido, es necesario destruirlo. Esta destrucción es también un trabajo, es tal vez el más difícil de todos. Como dice Ubu: “¡No habremos terminado de demoler todo si no demolemos también las ruinas!”
Cuernopanza: es preciso concebir un trabajo shivaesco, un trabajo ubuesco, un trabajo apocalíptico. Es necesario concebir un trabajo que sea el de la destrucción. Mientras menos trabajo nos den, más trabajaremos en destruir esta ausencia de trabajo y les robaremos hasta lo que ellos no nos dan; aquello que ni siquiera tienen. Trabajaremos para destruir su mundo. Nos hemos convertido en la Muerte.