Por Diego Mejía
@diegmej
El martes 5 de julio de 1994, cobré conciencia del dolor: Jorges Campos, ídolo de los nacidos en los ochenta, lloraba entre colores con toda su tristeza tropical. México, como ocho años antes, en el Mundial del 86, era eliminado del máximo torneo de futbol por la vía de los penales. Esa tarde de martes puse en crisis mi patriotismo futbolero y comprendí que la distancia con la selección sería mi manera de preservar la tranquilidad emocional, algo así como una darwiniana futbolera: los aficionados que sobreviven son aquellos que saben adaptarse. La vida me ofrecería algunos deslices.
El espiral trágico de la pelota, cuatro años después, me llevó de nuevo por la banda de la tristeza: después de una emocionante primera fase, México perdió en octavos de final en un partido marcado por el sino nacional: ya merito, jugamos como nunca perdimos como siempre. Los lugares comunes llenos de verdad. Los clichés son los ladrillos que han edificado el relato mundial.
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Después de ese entrenamiento con la decepción, convine en secreto una especie de relación protocolaria con la selección nacional: no me interesaría por ninguno de sus partidos amistosos, millonario negocio que exprime los bolsillos de La Raza en Estados Unidos (un negocio de 250 millones de dólares por ciclo mundialista, según Forbes), a cambio el combinado nacional me otorgaría algunos gestos de alegría, destellos de futbol, acaso un par de toques dentro de una maraña de parsimonia y mediocridad.
Así fue crecer.
México, país de la talacha, nunca ha crecido ni apostado por diseños y planes que sobrevivan a la visión unipersonal del líder. Cada seis años la patria se revuelve, replantea, regresa. Nada sobrevive a la llegada del nuevo monarca (nada raro en el país de los tlatoanis y los caudillos). Así, hace un año, la patria pambolera se dejó encandilar por un falso ídolo de pelos rubios y prominente papada. Hijo del dicho, la cábula y la pasión. País empiojado para futbol pulgoso.
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Miguel Herrera siempre jugó al límite del reglamento: barridas desmedidas, pisotones, bravuconería, demasiado corazón para un futbol de pecho frío y billetes al piso. Su temperamento fue el motivo por el que el técnico Miguel Mejía Barón, lo echó de la lista de jugadores del Mundial de 1994: ese de los cambios, de Hugo en la banca dando instrucciones al director técnico y el “puta madre” en las bocas de Rodríguez, Aspe y Bernal después de fallar en los tiros de penal.
Los méritos de Herrera como jugador sobreviven en el chisme y el folclor; no se recuerda algún gesto técnico o artístico de su paso por las canchas. Como técnico ha sido lo mismo: se enarbola la pasión, el entre, el desgaste; se olvidan el dibujo táctico, el toque preciso y el planteamiento emocional del encuentro.
Su llegada al banquillo de la selección, se debió a una épica ajena a las canchas mexicanas: lluvia, goles de último minuto, festejos desaforados con gritos desde la zona técnica y papelazos del patrón: alimento de los memes, esa manera contemporánea de la sátira y la parodia política: un mundo ajeno a la reflexión encuentra en el meme su mejor manera de hacer burla y abstracción de la realidad.
El país se dejó deslumbrar por la tenue luz del Piojo. Me gusta porque es muy sincerote, es muy pueblo, ese güey no tiene pelos en la lengua. Un bálsamo de verdad en un ambiente de mentira.
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Después del encandilamiento sobrevino la verdad. El doloroso partido contra Holanda en el Mundial de Brasil 2014, fue la mejor salida para un equipo que construyó en el aire su idea del juego. El #NoEraPenal otorgó relato a un partido que se perdió por la desidia, el miedo y la torpeza. Así es la carrera de Herrera: mentira disfrazada de verdad.
El fracaso como mantra futbolero nos ha orillado a las playas de la decepción y el escepticismo; quizá los únicos gestos sinceros del aficionado nacional.
Herrera se mostró como un dilentante escénico que maravilla en el estreno del espectáculo, recurriendo a la sorpresa, la tensión y la atención. Después llegó la segunda función y el vacío; acaso la verdad. Un equipo sin sustancia para un país descolorido que se encandila por el tricolor. Sólo ahí, Herrera, después de tanta publicidad, tanta imagen en los medios (otra mentira) y su apoyo al Partido Verde, contraviniendo la legislación electoral, puede seguir en la dirección de la selección nacional.
Cuando comprendí la derrota, aquel verano de hace 21 años, tomé dimensión de la muerte y la mentira. Se me acabó la infancia y me instalé en el desencanto y el cinismo. Nunca más me comprometí con la selección nacional.
El empate a cero con Guatemala, la tarde del domingo en la Copa Oro, demuestra la torpeza técnica del equipo mexicano. No podría aspirar a otra cosa si tiene por líder a un charlatán y colérico entrenador que hace del insulto su único mecanismo de defensa.

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