Por Erika Arroyo
@WooWooRancher
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Un azul de un tono ligeramente diluido por el tiempo habita en una amarillenta hoja de papel doblada en tres partes asimétricas que en su momento le permitieron deslizarse suavemente al interior de un sobre.
Fechada el 17 de junio de 1965, la carta de la que hablaremos esta tarde es un cuerpo tatuado por una máquina de escribir. Anís, quien ha firmado después del punto final con un trazo vago, nos abre las puertas de su cabeza, una habitación blanca decorada con figurillas de cerámica despostilladas, donde se escucha el golpeteo de unos dedos largos y delgados sobre las teclas.
Una tras otra, como en una danza mecánica, las letras van imprimiéndose como huellas en la hoja.
“Mi querida Gil: Ya no hemos vuelto a saber más de José Aride, porque Andrés no los ha ido a visitar y la vez que obtuvo tal información de la enfermedad del descendiente de Naser, fue porque iba a atropellar Andrés a José en las calles de Puente de Alvarado y al reconocer al árabe bajó para saludarlo y ahí le contó toda su historia.”
Ahí está Anís, sentada junto a la ventana, hurgando en su pequeño banco de palabras y frases para hacer las combinaciones más rebuscadas, con su mirada fija en la espiral del Raidolito con el que busca ahuyentar a los insectos que noche a noche le succionan la sangre.


Con sus lentes escurridos hacia la punta de la nariz, Anís observa detrás de las cortinas para comprobar algo, no sabemos qué. La pavimentación de la calle, la gastada ropa interior de la vecina tendida sobre un lazo a punto de vencerse, la misma paloma que cada mañana zurra sobre el parabrisas del lujoso y nuevo auto de don Benjamín, que el jardín contiguo esté reverdeciendo a una velocidad moderada, que Juanito no juegue a la pelota contra su muro. Su interés por todo eso que ocurre allá, del otro lado de su persona, no tiene límites.
“También le refirió que Amil se había casado con una viuda que tenía un hijo y que ahora vivía con la tal viuda, de tal modo que José tiene que pedalearle para arrear a sus cobradores, pues ya no tiene la ayuda del hijo.”

https://www.youtube.com/watch?v=zGUMf48ZvEg

“También dijo José que ahora sí creía que Beto estaba loco porque lo querían llevar con un especialista del cerebro y que del consultorio se les escapó diciendo que él estaba cuerdo y que los locos eran los médicos y que por lo tanto no se dejaba reconocer; entonces ya lo juzgaron bien loco los mismos padres; pero no reconocieron su culpa, pues gran parte de la enfermedad de Beto es debida a los malos tratamientos que recibió de sus padres cuando él era chico.”
La hoja sigue deslizándose por el rodillo de la máquina, va llenándose de detalles sobre la vida de Beto. La tetera silba como alarma, el agua bulle en su interior; Anís se levanta y camina hacia la cocina, acerca su mano al vapor emitido por el recipiente, sonríe de lado de tal modo que la cicatriz de su mejilla derecha parece una prolongación de sus labios.
https://www.youtube.com/watch?v=kS8cxEzcQzc

Como un rompecabezas con algunas piezas extraviadas, se recrea en la cabeza de Anís la imagen de un joven sentado al fondo de un lugar oscuro que huele mal y en el que solo se escucha el guarrido aislado de un par de cerdos; no pide ayuda como las primeras veces, su silencio es un monumento a la resignación y su mirada, encendida y fija, el camino que conduce a un pequeño infierno.
“Recuerdo cuando nos contaba tu abuelita que José encerraba a Beto con los puercos y lo hacía pasar la noche en el chiquero, lo mismo que lo colgaba de los dedos cuando Beto se rehusaba a repartir anuncios frente a la tienda y luego la madre le completaba corriendo al hijo de la casa. Todo esto se fue sumando en el subconsciente de Beto hasta que estalló la enfermedad.”
Un golpe a la barra espaciadora y un sorbo al té, Anís mueve la cabeza con indignación y el líquido, aún hirviente, le ha quemado la boca.


“Hoy me preguntó Sol de ti, que cuándo pensabas regresar a México y que si seguías con el mismo puesto; que si ya habías aprendido a hablar bien el alemán; estuvo muy comunicativo ya que tuvieron unos cuantos cadáveres y en esta forma hubo oportunidad de matar el tiempo.”
Contar el tiempo a través de los rostros abandonados de toda expresión posible, a Anís le encanta platicar del trabajo que Sol realiza en la morgue en bautizos y bodas. Su pasatiempo favorito es un imán de morbo reprimido que le ha permitido evadir las conversaciones en torno al alcoholismo de su marido.

Una llamada telefónica ha interrumpido el reporte de Anís, quien intenta continuar con alguna frase contundente que suene digna de una mujer con convicción… Por muy extraviada que ésta sea.
“Me dijo que era extraño que nuestros valores tuvieran mejor aceptación en el extranjero que en su propio país, pero que así andaban las cosas y que jamás cambiarán. Como siempre echando pestes contra los que se sienten sabios y nada valen.”
En la calle, suena una trompeta, desafinada y desangelada.
https://www.youtube.com/watch?v=DAAIgdJAHek

“Tan pronto se instalaron las aguas, la temperatura bajó bruscamente y se podría decir que ya estamos en otoño; por ejemplo, este día ha sido miserable, como tú los llamas, pues además de su tristeza amenaza la lluvia.”
En la radio, un hombre da algunas recomendaciones viales y sugiere consumir frutas y verduras para tener una vida más saludable. En seguida se escucha un spot para prevenir la acidez estomacal.


Anís se ha documentado bastante sobre Alemania en Selecciones Reader’s Digest. Desde que Gil se fue, tiene un álbum con recortes y anotaciones a mano sobre temas de los cuales hablar en próximas llamadas o cartas.
“Ojalá y este domingo puedas salir nuevamente de paseo, pues te hace falta respirar ampliamente en el campo como acostumbran los alemanes.”
Seis de la tarde en punto, aún queda un poco de té. El floripondio hervido ha ayudado en la relajación de Anís y extrañamente, desde que bebe una taza diaria, ha descansado mejor y sus sueños, mucho más coloridos que antes, son los únicos escaparates caleidoscópicos en los que puede ver su risa escapando entre sus dientes, y perforando nubes grises.


Antes de girar la perilla del rodillo, Anís asesta el punto final con tanta fuerza que le diferencia del resto de los signos ortográficos dispersos en el documento. Ya no es momento para ir a la oficina postal, la carta, por entonces ya dentro de su sobre, tendrá que esperar en la mesita del teléfono, junto a la lista de asuntos por resolver.
Por ahora, quitarse los zapatos, recostarse en el sofá y apagar la luz en espera de ese programa con música psicodélica al que ella llama “estimulante”, es quizá, la única razón que valga para permanecer una hora consecutiva mirando el techo sin parpadear.
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