Por Erika Arroyo
@WooWooRancher
Con su acostumbrado y veintiúnico traje gris, Andrés abre la puerta y con un gesto apenado la vuelve a cerrar despacio. Se desliza entre pupitres sin apoyar los talones del pie para no llamar demasiado la atención. El salón permanece en silencio mientras el profesor Toussaint anota en el pizarrón. El gis resbalando sobre la superficie verdusca parece entablar una discreta conversación con los lápices y bolígrafos que danzan en los cuadernos.
“Bonne nuit , André”, dice el profesor. Evidentemente ha notado el retraso. La clase lleva 15 minutos de haber comenzado.
-Comment allez-vous? (coman talevu?)
-Bien, merci (bia, mersi)
Dos alumnos practican un diálogo improvisado y acartonado. Le sigue otro par. Preguntas y respuestas prefabricadas para conversar frente a una litografía de los Campos Elíseos. El profesor toma nota desde su escritorio. Corrige la pronunciación como si hiciese gárgaras.
Con la gracia de una lechuza en pleno día, Andrés dibuja en el aire una cadena de acentos circunflejos mientras repite en voz baja.
La nariz es un sube y baja, la garganta un túnel por el que pasan agolpadas un montón de palabras que se dicen una y otra vez de forma distinta. Como director de orquesta, el profesor Toussaint va agitando la mano esculpiendo la pronunciación. “¡Formidable!” Se escucha de vez en cuando.
El receso de 5 minutos es una plasta de murmullos acompañados de intentonas de galantería. Hay quienes llevan consigo guantes y se los quitan y se los ponen al compartir sus experiencias bebiendo Chardonnay a escondidas en las copas que han dejado sus tíos en las reuniones familiares.
Un club de iniciados al dandismo se pasa un papelito. Después de clase, se verán en un bar para “practicar”, esas reuniones son un bonito fracaso etílico. El escenario para perder todo el afrancesamiento que tantas horas de desvelo han costado.
Juan ha pedido a sus compañeros que lo llamen Jean, desde que se mudó a La Mascota, cruza como un loco esas calles que más bien parecen callejones y que lo llevan de Abraham González a Bucareli con un bastón en la mano.
La chicharra suena. Algunos salen de prisa. Las muchachas se acomodan el peinado y verifican en el espejo si todo está en su lugar. Qué lugar, no lo sabemos. Unos sueñan con París mientras otros, del otro lado del océano, probablemente lo hagan esperando pasar una noche en China.
