Yerem Mujíca
Soy de esas raras a quienes siempre se les hace temprano, por ello no encontraba el autobús para ir al festival Wird. La cita para tomar el camión hacia San Luis Potosí era frente a la glorieta de la Cibeles, pero no entendí cómo era eso de el “frente” de una glorieta, de modo que di vueltas buscando gente que se viera acorde al festival y sí encontré: chicos vestidos de negro con playeras de bandas post punk y tatuados. El trayecto al festival comenzaba a hacer honor a su nombre: los tatuados tenían entre 18 y 24 años y yo con mis 10 años extra de vida tenía que encontrar la manera de encajar. Después de una hora de viaje, en la primera caseta los federales detuvieron el camión. A bordo íbamos veinte personas que cumplíamos con el estereotipo perfecto para que los puercops hicieran inspección en todas las cavidades del autobús y probablemente en las de nosotros. Nadie bajó en un buen rato, esperando que no fuera necesario, excepto el chofer, quien discutió incesantemente con los policías durante media hora y fue entonces cuando los rockers y yo bajamos para averiguar qué ocurría. Al parecer autobús era un ensamblaje de otros vehículos y algo con el número de serie llamó la atención de los policías. Para resolver el asunto debían hablar con los dueños del bus, pero éstos no respondían. No nos quedó de otra que intentar platicar con los puercos para distraernos. Un policía tan estereotípico como nosotros, con un anillo dorado gigante en el meñique y lentes raibán preguntó si veníamos fumando mota. Supongo que algo hicimos bien en la conversación porque esquivamos el cateo. Perdimos aproximadamente una hora y media. Los rockers aprovecharon el percance para estirar las piernas y fumar cigarrillos. Mientras, volví al camión casi vacío y noté que al fondo estaban sentados un señor y una chica que no se veían veinteañeros y me pareció tan extraño en ese contexto que fui a investigar quiénes eran. La chica era editora de libros. Me pareció un tanto inconexa su profesión con el festival y le pregunté al respecto. Dijo que recién había editado un libro de Parménides García Saldaña sobre rock y comenzamos hablar de dicho autor. No recuerdo qué fue lo que pregunté respecto a éste y respondió: “Pregúntale a él, es su hermano”. De modo que el señor era Edmundo García Saldaña, el hermano menor de Parménides. Algo pasó, que después de una hora y media los policías nos dejaron libres. Retomado el camino, un chico me invitó una fumada en el baño, a lo cual accedí sin chistar, pero revoqué mi decisión al ver el charco de orines, y quién sabe qué más, que salía por debajo de la puerta del baño. Eventualmente, tuvimos que detener el viaje para descargar el rebasado depósito en el campo. Llegamos a nuestro destino 2 horas tarde.
No sé si era el espíritu del Wird pero percibí San Luis un tanto extraño, por lo menos el centro, cuya disposición no difiere mucho del resto de las plazas centrales del país: iglesia, palacio de gobierno, restaurantes, hoteles; pero sí en aspecto: los edificios más vistosos de la ciudad son de una piedra pálida y rosada y dan la impresión de estar dentro de una fotografía color sepia, además existe una desolación inexplicable en el ambiente. El siguiente elemento extraño, pero que fue un acierto total por parte de los organizadores, es que la sede del festival, el Centro de las Artes era una expenitenciaría construida en el siglo XIX y que dejó de fungir como cárcel hace tan sólo 15 años. Mi parte favorita era el pasillo que desembocaba en el escenario principal; pues tenía celdas por ambos lados, paredes grafiteadas con leyendas tan extrañas como: “La Bohéme Texturizado”, o un póster de Megadeath en la puerta de una celda. Fue un excelente escenario para un festival de rock.
Probablemente se debía al sol de medio día que no me permitía entender nada, pero conforme pasaban las horas el festival seguía pareciéndome raro, aunque no en una mala manera; uno no va todos los días a San Luis Potosí a una antigua prisión para cubrir un concierto de rock y sobre todo, uno no escucha todos los días un sonido tan experimental como el de Par Ásito o Father Murphy, dos bandas cuyas apariciones fueron continuas. Me disculpo, pero pude empezar a poner atención en serio hasta que cayó la noche y se escuchó el happy punk de Malos Modales –seguro me gano una mentada de madre por dicha clasificación, pero la sostengo–, y después de su acto llegó el momento que estaba esperando: Lorelle Meets the Obsolete, la banda que me hizo recobrar el interés por el rock nacional, y sí fueron lo que yo esperaba. Cuando bajaron del escenario me colé al backstage para entrevistarlos pero me cacharon los de seguridad y una de las organizadoras me devolvió a la multitud sin privilegios, pese a que yo era prensa, porque prensa no es lo mismo que rocker. En todo ese desmadre me perdí gran parte de The Young, aunque alcanzaba a escuchar desde donde estaba, y, a decir verdad, su música no me distrajo nada de mis intentos fallidos por entrevistar a Lorelle pero siguió Skin Town y cuando apareció Grace en el escenario su greña verde me hipnotizó un tanto, caminé hasta tener sus suculentas piernas a un metro de distancia…¡qué mujer, qué actitud y qué gran voz! La chica se apoderó del escenario como nadie y fue el cierre perfecto de un fin de semana completamente inexplicable.