Por Emiliano Cassigoli
Decir que la elección de Estados Unidos estuvo determinada por el odio, la ignorancia, el miedo y la estupidez no es incorrecto, pero sí incompleto. Aún más, desvía la reflexión del problema fundamental: todos estos factores (la xenofobia, la intransigencia y la irreflexión) de los que da cuenta la elección; no son causas fundadas en sí mismas, son efectos. Responden a condiciones y procesos cuya formación tiene décadas.
Si Trump ganó la elección, tiene menos que ver con una maldad intrínseca o una estupidez abstracta, y más con un sistema político que ha empobrecido y golpeado a la sociedad civil por años, dejándola a merced de discursos chovinistas y megalómanos. Este sistema -que se autodenomina “liberal” y “progresista”- es el que ha creado las condiciones de posibilidad de una masa enardecida y embrutecida, sin herramientas políticas y al margen de la representación. Ahora, es esta misma masa la que se manifiesta violentamente, la que regresa en su propia miseria a manos del mejor postor -oportunista o cínico- que sepa gritar contra el sistema establecido.
Si algo positivo tiene la elección de Trump, es que vuelve transparente la contradicción insostenible de una manera de hacer política. Rompe el espejo de un engaño; hace explícita la insuficiencia de un aparato que, bajo una inercia cubierta de colores, preparaba una aniquilación total pero silenciosa. Este resultado, en fin, desnuda un sistema aparentemente estable y tolerante, cuyo negativo fotográfico resultó ser la miseria y el descontento. Es él, y él más que nadie, el responsable del resultado de la elección.
Así, el triunfo de Trump es el primer estertor de la democracia liberal, el primer movimiento de la fagocitación de sí misma. Es por eso que lo que sucedió ayer no es una derrota, sino el final de un movimiento inexorable. A pesar de ello, la violencia de su culminación, nos permite ver la muerte de aquella democracia que sustituyó los derechos políticos por los civiles; la que propugnó la visión bastarda y purificada de las minorías, a condición de mantener su valor mercantil; la que, en el nombre de la libertad occidental y el progreso, militarizó las posiciones más recónditas de Medio Oriente, África y América Latina; la que prometió tolerancia a los musulmanes, al tiempo que sus intervenciones -pasadas y actuales- se cobraron más vidas musulmanes que nunca antes; la que prometió aceptación a los latinos, a requisito de mantener las condiciones laborales de los salarios de hambre, de la subcontratación y de la nula representatividad política; la que criticó el muro de Trump como señal de intransigencia y xenofobia, olvidando (o queriendo olvidar) que en la frontera ya hay un muro, por el que todos los días, miles de migrantes prueban suerte, huyendo de las balas, la sed o la deportación.
Trump representa un caos institucional, un derrota simbólica, y una potencial amenaza concreta. Pero es también un síntoma que permite pensar: pues es una misma masa enardecida, harta y marginal lo que se requiere tanto para las manifestaciones de la ultraderecha, como para el replanteamiento radical de la forma de hacer política, que permita una manera más genuina y real de sostener la vida.
Por ahora, queda no cometer suicidio en el claroscuro.
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