Por Diego Mejía
@diegmej
Después de cinco años de muerte, de pólvora y espadas, Siria se convirtió, parafraseando a Joseph Roth, en la sucursal del infierno en la Tierra: sangre, desplazados, lágrimas, saliva con sal.
Dentro del terror, la esperanza baila entre las balas: la matriculación de mujeres en la educación superior se incrementó en 70 por ciento, los muchachos se han ido a algunos de los frentes de batalla, el de El Asad, el de Isis, el de la Insurgencia; tres maneras del dolor.
Las mujeres, las jóvenes sirias, rescatan cotidianidad, abarrotan cafés, bares, sótanos en los que se baila salsa. Todo lo que se pueda. La lección es brutal: no hay mejor manera de resistir que seguir creyendo en lo que hemos construido, en la idea de la Humanidad.
Para Siria no hubo banderitas en perfiles de Facebook después de cientos de tragedias, como tampoco las hubo para Pakistán, Afganistán, Irak o Nigeria;todos sitios en los que el desembarco occidental sólo ha dejado miseria. También les fueron ajenos el #PrayFor…, y a casi nadie se le ocurrió rezar y pedir a su dios por la especie: cada muerto corrobora nuestro fracaso.
Pero en enero hay claveles aunque arrecie el frío, aunque queme la nieve. Así, en medio de la desolación, en medio de los descabezados, la transa, el cochupo, las trampas del capital, la mentira de los populismos ambidiestros; junto a la contaminación de las aguas, los bosques en llamas, la devastación del mundo, millones de personas siguen creyendo en la idea del homínido que pudo transformar su entorno y crear el vino, el chocolate y la música; los versos, los besos y la nieve de limón.
Sí, millones de personas que realizan su vida con devoción y amor por los suyos, que salen a trabajar y cruzan sus ciudades en transportes llenos de necesidad y dolor, que decidieron no caminar por los torcidos caminos del mal. Jóvenes que siguen creyendo en la bendición del amor, ancianos que enseñan su sabiduría a los niños y a todos los que anteceden, viejos que nos dieron mapas morales y razones de lucha, que nos enseñaron sus palabras para quejarnos y para amar; padres de familia que intentan con las mejores de sus herramientas asegurar una mejor vida para sus críos.
Hay más millones de humanos que dicen NO ante el camino fácil del engaño y el oprobio, millones de almas que aspiran a una sonrisa, una mano junto a la suya y caricias de felicidad. Si no fuera así, la oscuridad de la muerte desde hace muchas lunas habría caído en nuestra mirada; y no haríamos nada, y no daríamos abrazos ni las buenas tardes, ni buscaríamos a nuestras amigos para beber los sábados por la tarde en medio de una contingencia ambiental.
Quizá nos hemos distraído por la fuegos artificiales de la violencia, quizá estamos alumbrados por las lenguas fúnebres del terror.
Quizá, nos falta acusarnos frente a todos y exponer nuestros miedos y mentiras, nuestros resentimientos y dolores, para compartirlos y abrazarnos de nuevo, y querer mirar la luz, como cuando se reproduce ese milagro de ver el mar mientras de a poco se esconde el sol.
Acusarnos para sanarnos, decirnos para acompañarnos, ser uno diferente, específico y singular, que se junta con otros distintos para ser masa, para ser un cuerpo multiforme y multicolor.
Acusemos nuestras soberbias y desidias, nuestro diletantismo, nuestra parquedad en el amor; acusémonos la falta de compromiso, de no quitarnos el velo para mirar con mejor imaginación el mundo; también de borrar mensajes, o guardarlos en la bandeja de no enviados con muchos te quiero, te odio, te extraño, que nunca llegaron y murieron en ese mausoleo que puede ser la web; de detener un abrazo, de temer una respuesta no satisfactoria, de reducir el mundo a 140 caracteres y a una cuartilla de vómito ciego.
Digámoslo todo para limpiar las bocas y el idioma, para quejarnos mejor, para gritar más fuerte, para pisar más duro; para estremecernos por la belleza que conjuga nuestras luchas. Quejémoslo todo para forzar un nuevo pacto, para renovar nuestros votos, para renombrarnos y redibujarnos, rediseñarnos, reamarnos, retomarnos, revivivirnos.
Aquí, en este párrafo, termina una serie de gritos que apenas buscaron resonancia.
La calle nos queda para habitarla, caminarla, para gritarla y compartirla. Defendámosla, pues, y tomémonos las manos y mirémonos a los ojos con #TodoMenosMiedo.
Fin de la conversación.
poli abrazo

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