por Alain Derbez
@Alain_Derbez
Boleto ya tenía, boletos. Si fuera yo peninsular diría billetes pero, como no lo soy, cuando hablo de éstos hablo del costo del viaje y de la entrada: ¡un pastón! afirmaría un hijo de la madre patria; literalmente acá: una lana, una buena lana… Pero nada tenía yo que fijarme en estas menudencias; lo valía: luego de ahorros y planes iba yo a Nueva York e iba a Nueva York porque Miles Davis, el jazzista autor del disco más elegante de la historia, el vinil que noche a noche acompañaba mi sueño y adolescentes sueños con trompeta y títulos como Blue in Green, All Blues, So What y de piezas que tarareaba todo el día como Freddie Freeloader y Flamenco Sketches; Miles Davis el transformista, el alquimista, el que lo mismo aparecía en un disco con Charlie Parker que con John Mc Laughlin, con Dizzy, con Thelonious o Bill Evans o Herbie Hancock; el héroe protagonista de su propia vida que no iba a grabar un frustrado encuentro con Jimi Hendrix pero sí palomeó con Prince: el negro sujeto no sujeto que enfrentó al esperpento de las drogas y al monstruo del racismo, ¡Miles Davis sí!, iba a reaparecer luego de años de recuperación y de silencio en el Avery Fisher Hall del Lincoln Center en Manhattan y ahí iba a estar yo embelesado escuchando algo desde el jazz rock tal vez o quizás desde el cool o hasta del be-bop o del flamenco y otras formas de música modal orquestadas por Gil Evans. ¡Y no sólo eso! No. Moviendo hilos y enchufando contactos, por la mañana, antes del concierto, ¡iba yo a tener cinco, tal vez diez minutos a solas para platicar, grabadora mediante, con él!…¡Miles frente a mí y yo ante Miles!
-¿Qué es eso?- preguntó alguien que lo vio volar desde abajo- ¿Acaso un pájaro o quizás Supermán?
-No- pudieron responderle- es un avión y ahí, adentro, orondo cuanto nervioso porque se dirige a un concierto de Miles y también a una mínima entrevista, vuela un todavía joven mexicano amante cuanto estudioso del jazz y de su historia.
Sí, hablaban de mí y conmigo iba mi saxofón (porque aquí, a estas alturas del relato, debo decir que ese instrumento toco, soprano como soprano tocaba John Coltrane): ¿me animaría a sugerirle a Miles que me dejara echar con él el palomazo a la hora de Jean Pierre? ¿Llegaría a tanto mi atrevimiento?… ¿Qué le preguntaría? Es más: ¿le haría preguntas? ¿Las respondería? ¿Cómo no abrevar en el lugar común? ¿Cómo hacer para que Miles se interesara y no respondiera, como habitualmente hacía según todas las noticias, con torvos gruñidos monosilábicos desde su voz cascada? En mi veliz cargaba libros y discos, en mi morral apuntes y junto a ambos el estuche de mi saxofón. Iba yo armado para pasar la noche en vela.
Temprano, tras litros de café, llegué al salón del hotel de Central Park donde me dijeron que aguardara.
-Tome asiento- oí que me dijeron- Mister Davis bajará de su habitación en unos momentos. Debo de recordarle -añadió el empleado de la discográfica que fungía como anfitrión- que el artista no quiere fotos ni gusta de dar autógrafos. ¿Trae su grabadora? Enciéndala… Sonó la puerta. Decidí improvisar en cuanto lo vi. Vestía todo de negro. Se acercó, se sentó frente a mí en un sofá y algo bufó sonriente, un hilván de sonidos guturales donde quise adivinar la palabra México. Le di la mano a Miles y sentado una vez más le dije, como si fuera lógico y en mi mejor inglés, que iba a contarle un chiste.
-¡Un chiste!- comentó Davis quitándose las oscuras gafas y colocándolas, junto a mi grabadora, sobre la mesa que nos separaba. Parecía picado por la curiosidad. Eso me animó a seguir:
Un hombre muere y va al cielo. En la puerta San Pedro le da la bienvenida pero el hombre se niega a entrar:
-No quiero estar aquí- afirma contundente.
-¿Por qué?- inquiere sorprendido el pescador apóstol.
-Porque toda mi vida- responde el recién llegado- he oído jazz, he vivido para ello, para disfrutarlo, para gozar con él, para viajar con él, acompañarme con él y acompañarlo.
-¿Y?- añade algo fastidiado el celestial portero.
-Pues que aquí muy seguramente puro serafín con voz de Farinelli y arpas y liras sonarán todo el día llegando a ser para mí, a pesar de sus buenas intenciones, un tormento peor que el llamado New Age en un ascensor para el cadalso. Muy probablemente el jazz está en el infierno y es el Diablo el ganón.
El viejo Simón agitó su llavero y con un gesto hizo que el hombre lo siguiera hacia una edificación contigua. Valiéndose de la llave mayor abrió la puerta de un enorme salón de conciertos que de inmediato dejó salir las notas del mejor jazz posible e imposible. La sorpresa del hombre era directamente proporcional al rostro de satisfacción de San Pedro. El hombre no lo podía creer. Frente a él aguardaban solistas para entrar con sus enormes voces Billie Holiday, Ella Fitzgerald, Nina Simone y Sarah Vaughn; en el largo escenario se podía ver al piano a Duke Ellington, en el contrabajo a Oscar Pettiford, a Art Blakey a la batería; en las trompetas el hombre reconoció a Roy Eldridge, a Clark Terry, a Satchmo; en los saxofones al mismísmo Bird, a Coltrane, Steve Lacy, Gato Barbieri, Sidney Bechet; Eric Dolphy estaba en la flauta y Benny Goodman empuñaba el clarinete…
-¿Y esos que esperan para entrar son Bud Powell y Bill Evans y Monk y Mal Waldron y Jelly Roll Morton, San Pedro?…¡Y aquellos de la guitarra son Charlie Christian y Wes Montgomery y Django Reinhardt!: ¡y ése que ya se siente frente a la batería es Max Roach! ¡Y ahí está!…¡Y…!
-En efecto- interrumpió el fundador de la iglesia con tono de ¡ya lo viste, asshole! aunque las palabras que empleó fueron “prejuicioso” e “incrédulo”…
En ese instante hice una pausa para mirar a mi interlocutor, para constatar que su interés seguía conmigo. Así lo parecía. Animado, cerrando los ojos como quien busca inspiración para concluir, cogí aire y proseguí con mi cuento:
El hombre hipnotizado, transportado, fascinado, encandilado y pletórico, de pronto reparó en una figura que hallaba difícil para identificar. Vestía todo de negro como negro era su sombrero de ala ancha. A diferencia de los demás que daban la cara al público él se mostraba casi de espaldas e inopinadamente se volvió de perfil cuando en la trompeta tocó el turno de su solo:
-¿Y ése?- preguntó el hombre a San Pedro-. ¿Quién es ese trompetista encorvado que ahora se quita sus lentes para indicar así, con ese simple gesto, que agradece la ovación? No puedo reconocerlo San Pedro y mira que me precio de saber el cómo y las maneras de todos los jazzistas.
-Ah- respondió algo titubeante el primer Papa- ese…ese trompetista es Dios pero se siente Miles…
Callé esperando la respuesta. No pretendía una risa estentórea. Quizás un silbidito entre dientes… Nada… Abrí los ojos. Sin ruido alguno Davis se había puesto de pie y ya estaba en la puerta. Adiviné su silueta marchándose. Miré mi grabadora. Me di cuenta…
-¡Miles!- le grité- ¡olvidas tus gafas! ¡Miles! ¡Miles!
-Tómalas. Son tuyas- creí adivinar en un susurro.