TODO MENOS MIEDO

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Jacarandas y mirasoles

El miércoles pasado fui a mi primera marcha. Pasó luego de que dos amigas mías me plantaran la idea en la cabeza. Les dije que no estaba segura, que a mí mamá le daba miedo que fuera a esas cosas, además de que ni un pañuelo tenía. Sin embargo, el pañuelo podía conseguirlo en cualquier parte, y en realidad la que se carcomía de miedo era yo. No sabía si estaba lista.

Luego mi novio me ofreció su cámara, y mis amigas su compañía. Me dije a mí misma que debía ir porque ya no sabía de qué más hablar en este espacio y esta sería una opción. Así en una semana me fui llenando de razones que me convencieron de que debía hacerlo, ya no podía posponerlo más tiempo. Una noche antes hablé con mi mamá que ya sabía que este día llegaría, al igual que yo. Aún el miércoles en la mañana me dije a mí misma que quería y no quería hacerlo, pero tenía que. Lista o no, asistí. 

Entradas y salidas

Salí tarde de mi departamento como llevaba haciéndolo toda la vida con este tema, por mi deseo incansable de retrasar el encuentro con mis miedos, de no verlos de frente. 

La primera vez que escuché la palabra “feminismo” tenía dieciocho años y una relación violenta, sólo que aún no entendía una cosa ni la otra. En ese entonces mis días estaban plagados de efusivos “date a respetar” y maestros pro-vida. “Es que si el aborto se vuelve legal las niñas lo van a usar como un método anticonceptivo cualquiera”, me dijeron en una clase. Mi escuela era de esas en las que los hombres no podían tener el cabello largo y las mujeres debíamos llevar la falda a la rodilla. 

El concepto del feminismo fue esclareciendo en la universidad y se alejó de los rincones oscuros que ocupaban los temas no hablados en clase. Pero también ahí sentía que estaba llegando tarde, ya fuese porque hay un abismo inmenso entre escuelas públicas y privadas, entre la vida en el campo y la ciudad. 

Mis nuevas amigas pasaban la noche con sus parejas, y sus papás parecían conformes con la idea. Mientras tanto, yo me sentía en desventaja, como en otro siglo, a blanco y negro. Con un freno de mano que me permitiera conservar el respeto y mi dignidad, el honor y el cariño de mi familia, algo que las mujeres no teníamos de antemano y no alcanzaba a entender por qué

Pañuelos morados

Llegué tarde pero mis amigas me estaban esperando. Erika preguntó en el camino cómo me sentía; a diferencia mía, ellas ya habían asistido a dos marchas. “Bien, he escuchado tanto sobre esto que es como si ya hubiera ido antes”, le dije, esperando que mis manos no me delataran como de costumbre. Ir a la marcha del 8 de marzo representaba llenarme la boca de verdades propias y ajenas, verdades incómodas y dolorosas.

A cambio de mi falta de sinceridad, ella sacó un pañuelo morado de su mochila y me lo ofreció con una sonrisa. Con él me cubrí los miedos y la incertidumbre. Como jarabe para la garganta, el pañuelo –o su sonrisa– me recordó que estaba con ellas, que también soy una de ellas

Desbordadas

Conforme más nos alejamos de Santa Fe y más nos acercamos al Centro de la ciudad, mi enajenación fue desapareciendo. Mientras que en el primer camión que tomamos éramos las únicas con pañuelos sobre el pecho y carteles en las manos, en el metro Tacubaya los corredores se iban tiñendo de morado. Las miradas de extrañeza se transformaron en complicidad. 

Nos aproximamos a la zona de abordar pensando llegar a los vagones exclusivos para mujeres, pero nos recibió la sorpresa de que ese día todo el metro sería para nosotras. Desbordamos el pequeño espacio que una vez alguien nos dio, y al fin demostramos que ocupamos la mitad del metro entero, y hasta el espacio completo cuando nos lo proponemos. 

Uno, dos, tres, no sé cuántos contingentes entramos, pero yo podía sumarles uno, el nuestro. Nos apoderamos de las afueras del metro Revolución y por primera vez no me sentí asfixiada con el contacto humano y la multitud a mi alrededor. Nos sentamos en el piso y las escaleras, estábamos en todos los rincones. Algunas terminaban sus carteles, como nosotras; otras convirtieron sus propios cuerpos en uno. El metro estaba repleto, pero no nos sentíamos amenazadas. El resto, el masculino genérico, nos miraba con incertidumbre y faltos del aparente valor que siempre los acompaña. Me miré en las otras, nos vi radiantes y furiosas. 

Las flores

Salimos del metro con el paso igualado a las otras, como si lo hubiésemos ensayado toda la vida. Uno, dos, uno, dos. Con razón en las escoltas de la escuela hay casi puras niñas. Ahí el orden espontáneo permeaba el aire. 

A diferencia de cualquier otro día, el metro olía bien: la mayoría iba con el cabello húmedo de la regadera, perfumadas, con liguitas de colores en el cabello y el rostro lleno de brillantina. Nos pusimos guapas para nosotras, igual que todos los días, pero más que cualquier otro día. 

El resplandor de la calle me deslumbró, y para cuando mis ojos se adaptaron no me contuve de la emoción. La marcha de marzo coincide de manera afortunada con el florecimiento de las jacarandas de la Ciudad de México. Y yo nunca había visto flores como esas, con el rostro pintado y lentes de corazón.

Por aquí y por allá se escuchaba el torbellino de las pregoneras que vendían pañuelos y flores, o cualquier otro souvenir que pudiéramos blandir como estandarte en la marcha que nos esperaba, que ya estaba comenzando. Los contingentes más grandes ocupaban la carretera, y los coches resignados eran casi inexistentes. Erika me pidió que le tomara una foto y que no saliera su rostro. Con mi escaso conocimiento en fotografía, traté de capturar sólo la emoción –buena o mala– de llevar nuestra bandera en su mano. 

Campo de mirasoles

Una vez lloré en un campo de mirasoles. El rubor me quemaba la cara y mi vista estaba nublada. Las razones específicas ya no importan. El dolor era tan grande como lo puede ser para alguien a sus 15 años. Con mis lágrimas regaba un montón de culpas incomprendidas y aprendidas en algún lado. En todos lados, en todos mis años. Me sentía abandonada, entonces corté un ramo de flores. 

Andy una vez me dijo que en su pueblo también crecen esas flores. Cuando la imaginé en medio de un centenar de ellas en un llano atrás de su casa, me sentí menos sola. No necesita decírmelo, sé que ella también tuvo un ramo de flores violeta a lado de su cama, y que alguna vez se hizo una guirnalda para el cabello. Una vez lloré porque nunca había tenido amigas, porque no sabía cómo entablar una amistad con las otras. Andrea y Erika son dos de las cosas que me regaló el feminismo. 

La gama de morados

Apenas empezó el movimiento, mis amigas y yo encontramos una angustia particular. Nos sabíamos acompañadas entre nosotras, pero nos daba miedo sentirnos excluidas del resto por no tener un contingente más grande. Qué bella la sorpresa de sentirnos recibidas sin preguntas ni especificaciones. No necesitamos otra carta de presentación salvo nuestra existencia. Pero los contingentes eran tan variados como los tonos de morado que puedan existir. Cada uno marchaba por una lucha propia que no era excluyente de las demás. 

Unas marchaban por sus desaparecidas y sus muertas, otras por historias propias que las hicieron feministas. Mamás que defendían el derecho a elegir sobre nuestros cuerpos resaltaban con sus pañuelos verdes, y ni hablar de las niñas pequeñas que ejercían su voz como el timón de su propio grupo. Más adelante, los contingentes indígenas, y las danzantes que retumbaron el piso con sus pies descalzos. Sillas de ruedas, andaderas y bastones; no había impedimentos para avanzar por las aceras. 

Yo marchaba por todas ellas y por mí misma. Por mi madre y mis abuelas. Por la señora que una vez me contó que su esposo “se la robó” para casarse con ella. Por las amigas que me acompañaban y las que no pudieron ir. Pensé en mi prima pequeña, la que tiene quince años y ya conoce lo que cabe en la palabra feminismo. Ojalá pueda marchar con ella el año siguiente. Ojalá no tuviésemos que marchar ni un año más. 

Aerosoles y afrentas

De vez en cuando vibraba mi celular en el bolsillo del pantalón con los mensajes de mi mamá quien quería saber si todo iba bien. Y sí, todo iba bien. Estaba todo tranquilo, sin contar el llanto contenido en los carteles y las chicas que sólo asistieron en fotografías. Fuera de eso, las presentes nos ayudamos unas a las otras y procuramos porque todas llegaran al Zócalo y a sus casas tal y como llegaron. 

El bloque negro se hizo presente y retumbaba las vallas con el golpe de sus aerosoles. Y en medio del barullo otras aprovechaban para camuflarse y pintar en las paredes el nombre de sus abusadores. Cuando llegamos al Zócalo, se formaron círculos que quemaban cartulinas y anécdotas. Tomaron el megáfono y gritaron lo que por mucho tiempo no podían contar ni en susurros. Me invitaron a tomarlo, pero no hubo tiempo ni valor; este no era mi año. Hubo abrazos, cantos, gritos, súplicas. Expulsamos el dolor y dejamos prueba física de ello. No nos podían hacer daño, el daño ya estaba hecho. 

Reportes oficiales

Lo que pasó después en las noticias no fue lo más representativo de la marcha, pero no por eso fue menos importante. Claro que hubo enfrentamientos corporal y simbólicamente violentos entre nosotras y el cuerpo de policía. Aunque eso no era sorpresa, la lucha ya era vieja, fue lo que ocupó los titulares del periódico. 

Nosotras llegamos al Zócalo un tanto desorientadas; aunque mis amigas ya habían asistido a la marcha, nunca habían llegado hasta ese punto. La gente se dispersaba rápidamente porque, a diferencia de los años pasados, en este no había un evento que conglomerara a las asistentes. La escasa concurrencia fue lo que llevó nuestras miradas a la valla que nos separaba del Palacio Nacional y fuimos en busca de una buena toma, de cerrar con eso el día. 

Lo que encontramos sobrepasaba lo que esperábamos. El muro de metal estaba repleto de nombres a los que les tuve que poner rostro a fuerza de imaginación. Las patadas de todas simulaban un montón de gritos ahogados en gas. Nos envolvió una nube de polvo de extintor y una horda cada vez más enardecida. Pero algo más salió del otro lado de la valla, me picó en la garganta al mismo tiempo que algo similar al orgullo me invadía, idéntico a la ira. Desconocimos el miedo, divergimos en rabia. 

Nos retiramos con los ojos llorosos de ardor y de ira, pero no nos arrepentimos. A quienes les quedaba fuerza en las piernas y aire en los pulmones siguieron peleando, gritando, luchando. Invocamos a las muertas como el olor de los mirasoles en octubre. Fuimos la voz de las que conocieron el miedo más profundo. 

Esa era una de las maneras de terminar la marcha y perpetuar la lucha. Se confundía con todas las demás. Éramos una y éramos todas. El dolor no tenía un nombre en particular, pero estaban escritos en las paredes, el suelo y nuestra piel. 

Ser valiente

La caída del Sol era el pitazo de salida para la mayoría. Sí, estando juntas éramos fuertes, casi invencibles, pero el retorno era distinto para cada una y sabíamos que en la noche se esconden mejor nuestros temores. 

Tomamos el metro Pino Suarez y en el camino me debatía entre quitarme el pañuelo del pecho o no. En algún lado había escuchado que lo mejor era guardarlo en la mochila para evitar incitaciones sin sentido que pusieran en riesgo mi vida. Al final no me lo quité, únicamente porque seguía rodeada de mis pares con la mirada valiente, como retando al “destino”. Estiramos nuestros minutos en las calles hasta donde nos fue posible porque sabíamos que esa sensación, la de estar seguras, se presenta sólo una vez al año. 

Una señora me cedió el asiento y se lo agradecí esperando que supiera que también marchamos por ella. Subimos de regreso a Santa Fe y en el camino mis amigas y yo renunciamos a los pañuelos. Vestidas de negro otra vez, como de luto (o eso me dijo Andy esa mañana), llegamos cada quien a su casa. 

Llamé a mi mamá para que supiera que había regresado bien, y me dijo que el próximo año quiere acompañarme a la marcha


Jovana Hernández – @plumas.de.ganso