Cuando acepté cubrir el Carnaval de Bahidorá como prensa lo hice por una sencilla razón: no sé decir que no.
Con eso establecido, las semanas entre la confirmación nuestra asistencia y el día en que teníamos que presentarnos en parque Pushkin a las 10 de la mañana me recordaron la ansiedad social infantil que aquejó mis años de primaria: dolores de estómago por los nervios de salir del confort, temor a cometer un error y la creación de complejos escenarios imaginarios donde me ridiculizaba en frente de los asistentes de alguna manera inverosímil, más propia de una sitcom barata que de la realidad.
Aunque el lado más racional de mi mente estaba emocionado por la experiencia de asistir a mi primer festival, algo en mis entrañas se alegró ese viernes cuando mi amigo y compañero de cobertura, Fernando, anunció que llegaría tarde. Quería ir tanto como no quería ir.
Cálida bienvenida
La primera impresión de Morelos no ayudó a levantar los ánimos. Los 30° se superaron fácilmente mientras caminábamos, cargados de equipaje, hasta el último cuadrante de la sección de camping porque creíamos equivocadamente que se iba a llenar. Es buen momento para decir que, además de nervios y equipaje, llevaba conmigo una justa cantidad de prejuicios pues me imaginaba que los asistentes al Bahidorá serían de esa gente alegre que supura comentarios pasivoagresivos en lugar de sudor. Las primeras en cumplir las expectativas fueron nuestras vecinas, que pidieron ayuda enfáticamente para levantar su casa y no volvieron a dirigirnos la mirada. Afortunadamente mis prejuicios resultaron, aunque no errados, exagerados.
El primer día fue bastante relajado, como llegar a una fiesta horas antes de que empiece, mientras aún se está trapeando el suelo y la comida sigue en el horno. Los escenarios del Bahidorá no tuvieron más que pruebas de sonido hasta que llegó la noche y, con ella, los primeros artistas que congregaron publicó se hicieron presentes. Ese viernes estuvo marcado por nuestra ignorancia de novatos, temerosos de que alguien nos robara algo en la zona del campamento de prensa o de que, sin saber muy bien a dónde íbamos, llegáramos hasta algún camino reservado para trabajadores que pusiera en riesgo nuestra acreditación de prensa.
Bahidorá como performance de la realidad
Encontramos, a la sombra del escenario Amate, un rincón denominado “Silent Party”, donde la gente se pone auriculares para escuchar la música y bailar con otros en la misma situación, dando un espectáculo desorientador a los que, como yo, no terminaban de entender qué ocurría. Hasta este momento, sigo convencido de que en realidad se trataba de un performance surrealista orientado a retratar los viajes en metro usando audífonos.
Cuando fui a dormir ese día lo hice sin mucha emoción, preguntándome si realmente eso era todo lo que el Bahidorá tenía para ofrecer.
Afortunadamente, me equivocaba.
La comodidad del privilegio
El sábado nos sorprendió con el bochorno del día desde las 8 de la mañana. Decididos a, además de cubrir el evento, disfrutar un poco, fuimos a nadar. Las albercas estaban tan limpias como el resto de la instalación y, si algo debe reconocerse, es la eficiencia del staff del festival, siempre dispuesto a dar indicaciones y a la carrera de que ningún asistente sufriera la más mínima carencia. Más que agradecerles, deseaba que tuvieran un pago justo.
La frescura de la alberca ensombreció al darnos cuenta que cualquier bebida alcohólica costaba lo mismo que una comida completa en el mundo más allá de Las Estacas. El Bahidorá no es para todos, evidentemente. De pronto el racionamiento del presupuesto adquirió incluso más importancia, y caímos en cuenta de una dolorosa verdad: comer resultaría difícil y embriagarnos, imposible.
Personalmente, nunca he entendido por completo la fascinación con la música electrónica que se basa en repetir un puñado de notas rítmicas indefinidamente aunque es evidente que ahí mi postura era minoritaria, puesto que una marea de gente se contoneaba al ritmo, encontrando en su repetición una suerte de instrucciones de baile que jamás pude traducir en movimientos con mi propio cuerpo.
Quizá simplemente carecía de las sustancias necesarias en mi organismo para disfrutar las cosas. Esta situación fue la que nos orilló al Sonorama, un escenario más acorde a mis gustos.
Sonorama: Un oasis de familiaridad
Los Hermanos Gutierrez y sus guitarras me brindaron la alegre familiaridad de ver intérpretes con sus instrumentos, algo poco usual hasta ese momento. Su presentación fue seguida por Yendry, una cantante cuya música urbana cayó como anillo al dedo a la temperatura casi playera que se alcanzó en el Bahidorá a las dos de la tarde.
Todavía me sorprende el número de gente que se abrió un espacio entre la multitud para bailar con libertad: piel desnuda, quemada por el sol, siguiendo a la dominicana paso a paso, con coreografía imposible de improvisar.
Por recomendación de un amigo esperamos la siguiente presentación, una banda de jazz que bajo el nombre “Kokoroko” hizo vibrar a la multitud con su música. Fernando se acercó a tomar fotos y yo, a disfrutar. La sensualidad propia del género iba acompañada de cierto decoro que sugería mantener los cabales y apreciar el trabajo de los músicos en una mezcla que resultaba cómoda. El aroma de la mariguana rodeó las primeras filas como una sábana aunque, incapaz de iniciar conversaciones espontáneas con extraños, me vi marginado a fungir como fumador pasivo.
Las vicisitudes propias de la cobertura nos obligaron a perdernos las presentaciones siguientes, pero volvimos para la que tenía mayor expectativa y, quizá, la que más atención atrajo del público: Hiatus Kaiyote, una banda que desconocía y pasó a convertirse esa misma noche en esencial para mi playlist. El espectáculo de luces mezclado con la singularidad de su música brindaron un espectáculo envidiable. Justo cuando pensé que las cosas no podían mejorar, un buen samaritano nos hizo llegar la mitad de un porro, invitándonos a que nos lo acabáramos. Él ya no necesitaba más.
Incomodidad diluida
El furor del momento borró de mi mente todo signo de precaución higiénica que dos años de pandemia repitieron sin cansancio, convirtiendo un show excelente en una experiencia de nitidez envidiable, con el sonido agitando mis huesos.
Es momento de realizar un paréntesis más, esta vez en referencia a qué se siente ser una persona de más de 1.90 cm cuando te ves rodeado por una multitud. Tener cuidado al mover los brazos pues podrías golpear a alguien, mover los pies poco a poco para no pisar, intentar encogerse más allá de las posibilidades del esqueleto con el objetivo que la gente de atrás pueda ver, son cosas que siempre condicionan mis movimientos al estar en medio de una muchedumbre.
Desconocía que la mariguana podría destruir la agotadora sensación de sentirme como un agente externo, ahogada bajo la universalidad de la música. La guitarra, la batería y las voces se habían apoderado de todo, y todos cuantos estábamos presentes les pertenecimos. Sentí que podría seguir ahí, a merced de la música, hasta el amanecer.
Fernando, por otro lado, sufrió la otra cara de la moneda de las drogas y se aletargó tan progresivamente que olvidó tomar fotos durante dos tercios de la presentación. Regresamos a la casa de campaña, supuestamente a dejar nuestras cosas, pero vi que rápidamente quedó agotado. Una parte de mi estaba impaciente, deseosa de probar ese recién adquirido gusto por el festival. Incluso la sencillez de la música electrónica me pareció, desde la oscuridad de la casa, un deleite. Parte de mi quería volver ahí, hundirse con la multitud del Bahidorá, fumar y bailar, y ver el sol salir con la música todavía en los oídos. Otra parte de mi, sin embargo, sabía que aquello era una imprudencia y que eso, más que una necesidad, era un estímulo ocasionado por la sustancia en mi cuerpo.
Resaca personal
Quizá aquello fuera suficiente, quizá aventurarme solo a una noche desconocida habría arruinado la experiencia. Aunque en el momento me molestó mi decisión de no haber ido, ahora me parece que hice lo más sabio. O al menos eso pensé cuando me desperté el domingo, con la música de la noche anterior todavía sonando y el regreso a la ciudad sobre nosotros.
Despedirse de Bahidorá fue difícil, como siempre sucede cuando uno ya se ha acostumbrado a su nueva rutina. Más que una molestia, el calor de la mañana parecía una invitación para aprovechar la placidez del día, que antes resultaba ajena y ahora se escapa entre los dedos.
Recogimos todo con la destreza de autómatas que cumplen su función y nos presentamos, de nuevo, al mismo estacionamiento semi desértico donde el autobús nos había dejado el primer día.
El autobús se deslizó de regreso a la ciudad en silencio, inundado por el cansancio y la resaca. Fernando y yo nos despedimos, algo desorientados por el súbito cambio de entorno, para emprender el viaje a casa. La ciudad que había encontrado la mañana del viernes, bulliciosa y caótica, parecía muy diferente a la que me recibió la tarde del domingo, silenciosa, casi dorada bajo las últimas horas del sol.
Cuando llegué a mi casa ya era de noche y supe que costaría un par de días volver a aceptar la rutina. Nunca he sido alguien que se adapte fácil a las nuevas cosas. Con pies de plomo, avanzo poco a poco hacia una realidad que antes parecía imposible pero, ahora sé, está a mi alcance.
Por primera vez, discretamente, me sentí uno con la gente y la música.
Redacción: Joshua López – @basurileo
Fotografías: Fernando Jiménez – @notengoig0