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Marcapasos III: 3 encuentros

La enfermedad es un monopolio. Sobre todo si es crónica, rápidamente tiende a concentrar la atención y las acciones de los pacientes. Durante los 27 días que duró mi crisis más intensa del año pasado, todo en mi cotidianidad rondaba alrededor de la pregunta ¿cómo te sientes?

Mi familia, pareja, amigos y yo misma estábamos muy al pendiente de cualquier síntoma que pudiera indicar una emergencia. En esos días, y varios después de pasada la crisis, nunca estuve sola. Los pocos momentos en que no me acompañaba alguien de mi círculo cercano, estaba con algún médico. Con mi médico o con algún otro que un estudio clínico o necesidad incidental había cruzado en mi camino.

Esos encuentros, tres en particular, fueron tan extraños como liberadores. La intensa preocupación por mi padecimiento me había dado la idea de que todo en el mundo había volcado a eso. Pero no.

Latidos laborales

La primera vez que comprobé la insignificancia de mi estado fue durante un ecocardiograma. El estudio iba a determinar si, además de todo, existía un daño estructural en mi corazón: el cardiólogo no quería sorpresas durante la cirugía.

Estaba en una camilla, acostada sobre mi lado izquierdo, cuando entró la doctora. Me explicó que el estudio era como un ultrasonido. Me abrió la bata, me untó gel y empezó la exploración sobre mi pecho. Casi de inmediato entró la enfermera. Tras escuchar los pendientes, la doctora, sin dejar de hurgar en mí, preguntó: “Oye, Gracielita, ¿cuándo te vas de vacaciones?” La enfermera respondió desde los pies de la camilla: “Mañana”. La angustia de la doctora aumentó: “¿Ya mañana? ¿Y cuándo regresas?” “En dos semanas”, dijo la enfermera con recelo. “Vas a sentir un poco de presión”, me dijo la doctora sin alejar los ojos de la pantalla, y luego siguió: “¿Segura? Es que hablé con Perlita, y me dice que ella te va a cubrir, pero ella se va la semana que entra”, y tocando mi brazo: “gira más a tu izquierda”. La enfermera dudosa reviró: “Sí, pero se queda Sarita”. De reojo vi a la doctora responder: “Fue lo que me dijo, pero hay que ver porque yo le puedo pagar a la que se quede. Pero si Perlita se va de vacaciones, pues yo le pago a Sarita, y ¿quién le paga a Perlita?”, luego me miró sonriendo: “un poquito de presión, mi amor”. Tras una mínima pausa, Gracielita agregó contundente: “fue lo que le dije, pero no sé cómo se arreglaron porque yo las pedí desde noviembre”. La doctora la miró: “ay, Gracielita, ya sé. Pero a Perlita la operan, ¿no? Por eso se quiere ir”. La enfermera intentaba guardar la calma: “yo digo que nos podemos ir las dos, porque Perlita le tendría que pagar la guardia a Sarita”. La doctora suspiró: “eso puede ser y ya en recepción que se hagan bolas. Pero, ¿y si no le pagan? Yo no les puedo pagar a las tres, Gracielita. Pero sí me da pena con Perlita. ¿Tú te tienes que ir a fuerza las dos semanas?”

De fondo, mi ritmo cardíaco sonaba como en eco.

La conversación siguió por otros 20 minutos. Durante ese tiempo yo pasé del desconcierto a la incomodidad de quien cree que escucha lo que no debe escuchar, hasta llegar a la indignación: ¿por qué Gracielita no iba a poder tomar sus vacaciones como las había planeado? ¿Por qué Perlita tenía pedir vacaciones para operarse? ¿Qué clase de contrato tenían las enfermeras? ¿Cuánto pagaba la doctora por un consultorio en ese hospital? ¿Quién iba a orientar a los pacientes en ese lugar tan enredado si Sarita dejaba la recepción sola?

Ya nadie lee El Primero Sueño

Por costumbre, cuando me preguntan a qué me dedico, respondo que profesora; lo de editora siempre es más complejo de explicar.

Unos días antes del ecocardiograma, había conversado con la doctora de un laboratorio acerca de lo que se leía en las escuelas hoy en día. “Yo no leo mucho”, me dijo, “no tengo ni tiempo. Pero recuerdo con mucho cariño Los de abajo”. Y concluyó citando de memoria un fragmento. Yo, de pie frente a ella y con el pecho descubierto, asentía mientras ella comentaba lo importante que era que los alumnos se apasionaran con los libros, al tiempo que fijaba con micropor a mi pecho el aparato que mediría mi frecuencia por 24 horas.

Un mes después tuve que repetir el estudio. “¿Por qué tanto Holter?”, me soltó de inicio. Al día siguiente, cuando retiró el aparato y leyó la tarjeta en la computadora dijo con un suspiro: “hay que hacerle otra cosa a ese corazón”. Y tras un brevísimo silencio, remató: “Ya nadie lee tampoco El Primero Sueño. Hace unos días me lo encontré en un puesto y me lo compré. No entendí nada, pero una sabe cuando está leyendo algo que importa” Y de nuevo sin pausa: “ven por tus resultados hoy en la tarde”.

Todavía creo que debí decirle algo importante sobre la poesía.

Me dicta, por favor

Justo antes de internarme para la cirugía, tuve que ir a un centro de salud. Era la primera vez que iba a atenderme a uno. En la recepción me asignaron médico y esperé a que me llamaran.

La apariencia del médico era una mezcla entre Joaquín Pardavé y Cándido Pérez. Me senté frente a él, alzó la mirada y me pidió que cerrara la puerta, que estaba a mis espaldas. Lo hice y volví a sentarme. Alzó la mirada de nuevo y me dijo “ponga el pasador, por favor”. Me levanté de nuevo y lo cerré. Acababa de sentarme cuando tocaron a la puerta. “Abra por favor”, me dijo el médico con calma. Me desconcerté, pero lo hice. La enfermera entró, y al salir, cerró la puerta. El doctor alzó la mirada de nuevo y dijo “disculpe, puede poner el pasador”. La escena de la puerta se repitió un par de veces durante la consulta. Para ese entonces, yo que me agitaba al caminar cuadra y me levantaba cada vez con más dificultad, empecé a sentirme en un capítulo del Dr. Chapatín.

Después de escuchar lo que tenía que decir de mis síntomas, me pidió mi resumen médico. Yo no llevaba. Lo más parecido que tenía era una nota con la que el primer cardiólogo que me revisó me había mandado a urgencias. Él vio la nota un buen rato. Después me preguntó: “¿usted ya la leyó?” Asentí. “¿Y la entiende?” Asentí de nuevo. “¿Me la lee? Nunca he entendido la manuscrita”. Le leí la nota, conteniendo la risa.

Tras media hora en que revolvió papeles y releyó mis estudios, dijo que me haría una historia clínica. Me extendió el bonche con todos mis análisis y me dijo: “me dicta, por favor”. Acabamos una hora después, a las carreras, mientras la enfermera le acumulaba los expedientes en el escritorio. El tiempo máximo de consulta en un centro de salud es de 20 minutos.

Parte de la rutina

Pese a su rareza, o tal vez por ella, estos episodios le robaron protagonismo a la enfermedad. Y lo agradezco. En un momento en que me sentía el centro del mundo, y no por las mejores razones, que alguien me hablara con relativa displicencia era tranquilizador.

Puedo decir con seguridad que ninguno de los médicos fue negligente, ni siquiera frío o lejano. Simplemente eran personas haciendo su trabajo, y yo era parte de la jornada del día. Al final era bueno saber que podía hablar de mí sin la enfermedad, de la enfermedad sin mí, o ni de mí ni de la enfermedad. Pese a la gravedad en que yo me situaba, todo en el mundo podía seguir siendo asquerosamente rutinario. Y eso, aún ahora, me da mucha paz.


Gabriela Astorga – @Gastorgap

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