Jack White en el lugar de la blancura
Después de recorrer más de 1700 kilómetros, por fin llegamos a este prodigio de ciudad cuyo ritmo es acelerado, inmediato; aquí en el D.F, a diferencia de nuestra vida en Nuevo Casas Grandes, Chihuahua, hay que tomar decisiones al momento.
Queremos llegar temprano al primer día del Corona Capital (no sólo para alcanzar buenos lugares para ver a Jack White, sino porque los abridores merecen nuestra atención y respeto; a pesar de que tocan bien, de que lo hacen bien, sólo diez o quince chícharos los verán), pero estamos destruidos, dignos candidatos a la ayuda del DN-III-E.
La tarde anterior, la lluvia dejó todo hecho un paisaje de lodo y anticipación; a pesar de eso, comprometidos con nuestro plan de turistas, anduvimos por las calles del D.F acompañados por el chubasco.
Las obligaciones de un fanático
Ahora sabemos que necesitamos otro tipo de calzado: botas para regar. Por eso estamos aquí, a la sombra de los toldos de los locales comerciales en una conocida calle de esta ciudad; yo, enrojecida y claramente fuereña, echo un vistazo a las tiendas para ver en cuál de ellas podremos encontrar un par de chanclas; mi hermano, descalzo y tranquilo, idea cómo deshacerse del hervor de la banqueta.
Cuando bajamos del taxi, frente al hotel, las suelas de sus botas se desprendieron, así que decidió, por alguna extraña razón, dejarlas a la entrada del edificio; era su único par de zapatos. «A ver si me dejan entrar así, les voy a ensuciar toda la recepción».
Entre la sinvergüenza y el desparpajo, pasamos al edificio como si nada. Y aunque parezca mentira, esto no fue lo más raro del viaje. Pero como estoy arriesgando mi trabajo por venir a ver a Jack White, eso no fue nada.
La transacción no es gran cosa: cruzar corriendo una avenida y entrar a un Coppel por unos huaraches de plástico. Ya con las chanclas debidamente puestas, buscamos un mercado dónde conseguir nuestras botas para regar, para lo cual seguimos las indicaciones telefónicas de un amigo quien recientemente se mudó a Estados Unidos, pero que vivió muchos años en esta ciudad.
«Enseguida de un parque, no tienen pierde». Aún hoy, sigo sin saber si el mercado al que fuimos es el que él nos indicó.
Barroco mexicano
El lugar es enorme. Embelesados (porque no encuentro otra expresión para lo que me despiertan los colores, el alboroto y, sobre todo, la cantidad de piratería), recorremos los pasillos de este mercado, muy diferente a los parcos establecimientos a los cuales estamos acostumbrados allá en el norte, donde al decir “mercado” pensamos en alimentos, no en ropa.
En un tenderete de zapatos, encontramos las botas. A mí el número más chico me queda grande, ya que solo hay de hombre. Después de pagar, preguntamos en dónde podemos comprar un rollo de cinta canela.
Rumbo a la salida, nos topamos con un obsequio inesperado: un puesto de comida con antojitos que en nuestra tierra natal son extravagantes; en ese momento, aún no sabemos sus nombres, por lo que los divido en dos grupos: sopes, para todo lo hecho de masa, y tortas, para todo aquello que estuviera en un pan. Pero es que así somos en Chihuahua: friazo tremendo o calor loco; o del norte o del sur (para nosotros, no existe el centro del país), todo lo vemos en absolutos.
El aroma nos recuerda que no hemos comido nada en toda la mañana. Una de las dos mujeres que despachan nos pregunta qué nos sirve.
Aunque no identificamos cómo se llama cada platillo, mi hermano recuerda las charlas con Beto, mi papá, sus anécdotas de la infancia en la ciudad y la nostalgia por sus recuerdos al acompañar a su mamá al mercado. «Allá todo se lo comen en un pan», nos dice cada vez que hablamos del tema.
Delicias reveladas
―Dos pambazos, por favor ―la sonrisa de mi hermano, a medio esbozar, da la impresión de que si le preguntan algo va a confesarse ignorante de todo: de la ciudad, de su ritmo vertiginoso, de lo que está por comer y de cómo reaccionar―. Y dos jugos.La mujer nos dice que sólo hay Boing.
Muevo una banca para hacer espacio y sentarme. «Que sean de guayaba, si es tan amable», le pido. Amable no es: a pesar de que es temprano, parece cansada, su rostro envejecido por la intranquilidad la envuelve en una dureza que ninguno de los dos esperábamos en un lugar así: teníamos en mente (y todavía es así) las películas en donde aquellos mercados y las calles de una ciudad así de grande, que devora, no podían menos que ofrecernos pura algarabía. «Y le encargo muchas servilletas», pido al ver el tamaño del pambazo.
El desconocimiento de lo que estamos por probar hace del momento toda una revelación. Nos entregan un manjar y lo disfrutamos tanto que por poco se nos olvida comprar impermeables. La tarde anterior no llevábamos con qué protegernos, pero ahora vamos preparados.
Seguimos caminando por el mercado. Entre los gritos no distinguimos si lo que se dice es originado por la alegría, la rabia o sólo un llamado para ganarse lo que necesitan ese día.
«Mariconeras con cristales, lleve sus mariconeras con cristales», vocifera un hombre grande y con semblante sereno; «acércate, muchacha, aquí te hacemos una limpia o te damos el perfume que necesitas para agarrar amor», dice una pequeña señora con anteojos.
Todavía ofuscada por aquello de las “mariconeras con cristales” (¿quién demonios quiere cristales pegados a lo que sea que se refiera una mariconera?), su mensaje no alcanza a llegarme del todo.
Floreciendo en el lodazal
Salimos del mercado y nos apresuramos a buscar el transporte hasta nuestro destino: la curva 4 del Autódromo Hermanos Rodríguez. Mientras el taxista conduce como desquiciado por unas calles que, si tuvieran 20 centímetros menos no podrían ser consideradas como tales, mi hermano y yo nos enfundamos los pies en tremendas bolsas de plástico; encima, las botas recién compradas y todo lo amarramos con cinta canela. Hoy no nos vencerá el lodazal: vamos a ver a Jack White.
Las primeras tres horas de concierto son vigorizantes: las bandas, aunque desconocidas para nosotros, marcan la pauta para lo que seguiremos escuchando durante el año: música nueva, la oportunidad de conocer algo distinto. La gente, en muchas drogas, se muestra extasiada en su ropa ligera.
Entre el con permiso y los empujones, el dame la mano porque después no te voy a encontrar, avanzamos. Un muchachito, comprometido totalmente con la música (y con cualquiera de las drogas que haya consumido), toma una de mis manos y se la frota por todo el pecho; está en su momento y yo no se lo voy a arruinar.
Encontrarse en el otro
Todos nos miramos con gusto, hay una suerte de concurso para ver quién le sonríe con mayor honestidad a un perfecto extraño. Casi en todo concierto hay una afinidad imposible de encontrar en otros sitios; agradable aquí, al cobijo de la música, allá afuera sería todo lo contrario.
―Vamos a comer algo, no te voy a aguantar todo el día solo con un pambazo ―me grita mi hermano mientras avanza a la zona de food trucks.Las mesas, debidamente acopladas en un estilo muy estadounidense, los camiones de colores vistosos y los nombres de los platillos, te anuncian que vas a gastar más de lo que imaginabas. Te venden no sólo un alimento, sino una experiencia.
Decidimos comer tacos. A pesar del hambre que sentimos, con solo dos estamos satisfechos. Justo cuando me dispongo a levantar los platos de cartón para ponerlos, junto con los tacos restantes en la basura, mi hermano me detiene, quizá motivado más por el precio que por el delito de tirar comida.
Recuerdo entonces que traigo una dotación de bolsas Ziploc (para guardar mis pertenencias en caso de que la lluvia nos sorprenda) y los tacos sobrantes terminan dentro.
Cansados pero entusiastas
De vuelta a la música, la emoción general nos invade. Somos todo optimismo porque el clima es cálido, la música fuerte y al parecer las botas son un recurso exagerado. La asistencia registrada en ambos días superará los 80 mil asistentes, una cifra mayor al total de habitantes de la comunidad de donde provenimos mi hermano y yo.
Cansados pero entusiastas, escuchamos a Weezer como antesala para el show de MGMT; ni una sola cerveza en nuestro organismo: no podemos darnos el lujo de tener que ir al baño, allá a la distancia, en una zona que asegura salir de cualquier área con vista decente de las bandas.
Lejos de menguar, nuestro entusiasmo robustece: estamos juntos, jóvenes, sobrios, pero, sobre todo, estamos a punto de escuchar Lazaretto, el álbum más reciente de Jack White, en vivo.
Algunas nubes se acercan anunciando lo que ya nos imaginábamos: las botas cobran sentido. La intensa lluvia detiene el festival por más de una hora. Ni el frio ni el lodo interrumpen el dinamismo del lugar.
Si bien está anegado, los asistentes se regodean en sus mejores atuendos: es una extravagancia de vestidos, tacones, chaquetas de cuero y otras prendas sin sentido en aquella superficie desastrosa. Los escenarios aparecen a los lados como paredes que nos capturan, nos obligan a permanecer; nos cautivan.
Cubiertos con los impermeables, que atinadamente compramos esa misma mañana, mi hermano y yo esperamos la presentación de MGMT. Por los altavoces, se escucha una voz indicando que el evento es temporalmente suspendido debido a la tormenta eléctrica. «Por su seguridad les solicitamos alejarse de las estructuras metálicas».
Muy pocos atienden la petición y muchos hablan de reembolso o, por lo menos, una reprogramación de MGMT; sin embargo, la preocupación principal es no perdernos el show de Jack White.
Una prueba de fe
El tiempo transcurre, parecen horas. A pesar del impermeable y las botas cada vez estamos más mojados, más fríos. De verdad esperamos las presentaciones estelares, pero nos preocupa que se prolongue la espera tanto como para llegar al horario en que se presenta Jack White, si es así, tendremos que correr al escenario donde estará y probablemente no logremos un buen lugar. Como este mundo es de los arriesgados, comenzamos a movernos para alcanzar una buena posición en el escenario principal.
En el camino, nos encontramos con un muchachito bocabajo en el lodo. Hay mucho de banal en mi ayuda: me duele ver su cabello, largo y rubio, totalmente arruinado; quizá si el afectado hubiera sido alguien con cabello menos agraciado, no me habría molestado en ayudarlo: la empatía en los conciertos no alcanza para tanto.
Para el chilango promedio es un día más, pero para nosotros es algo extraordinario. Luego de que le invitamos un té (¿en qué clase de concierto puedes encontrar un té en el área de comidas?), nos cuenta que había quedado de verse con sus amigos y al final lo abandonaron. «Me perdí y acabé en el lodo», explica. Nada más. Quizá es porque estamos sobrios, pero todo esto nos parece fuera de lo común.
La ira de Tláloc
Al llegar al escenario principal, logramos estar entre las primeras filas. La vista es devastadora: gente empapada, algunos tiritando, buscando doblar sus pantalones en un afán inútil por evitar ser presas del fango.
Los comentarios no son alentadores: «Ya nos hicieron de agua los boletos, este festival no va a seguir con tanta lluvia», «Vámonos, ni toca tan bien, no merece la pulmonía que se nos viene encima con esta remojada». «Aguantamos porque aguantamos, no podemos irnos sin verlo, nomás por eso estamos aquí». Logramos instalarnos en un sitio con una excelente vista.
Los instrumentos, ahora semi cubiertos con lonas y pedazos de plástico, visten la escena. Tememos que no salga Jack White a tocar y que nuestros pies entumidos por la helada agua paguen las consecuencias de un riesgo inspirado por nada más que esa música empapada de blues, folk y sonidos de Detroit.
Los frutos de la resiliencia
Mi hermano y yo estamos resistiendo, aunque pensamos si no será mejor irnos ya. Justo en este momento, escuchamos junto a nosotros la afirmación que nos alienta a esperar lo que sea necesario: «Sé que tenemos que soportar, no venimos desde Durango para rajarnos». «El problema no es nada más el cansancio y el frío, es que me muero de hambre».
Ignoro si es empatía hacia otro norteño ofuscado por esa serie de acontecimientos, o la intensidad de un evento multitudinario, lo que me mueve a un acto de inusitada bondad: saco de mi mochila la bolsa Ziploc con los tacos y se los entrego. Su semblante me indica que no sabe si se trata de una broma o un gesto realmente desinteresado.
Mi hermano, al ver que sus tacos están en manos de un completo desconocido, se suma extendiendo el impermeable sobre las cabezas de los dos jóvenes, quienes, entre bocado y bocado, nos cuentan sus experiencias al viajar en auto desde Durango para llegar a tiempo al festival. «Casi una semana de viaje», mencionan.
Apoteosis musical
La lluvia continúa, muchas personas se retiran del lugar; quienes permanecen, abuchean constantemente. Cuando estamos a punto de rendirnos, tres pilares de luz azul se iluminan en el escenario. Con el rostro cubierto de gotas y un constante dolor de pies, gritamos al unísono de nuestros compañeros cuando Jack White hace su aparición y agradece a quienes nos quedamos a pesar de las circunstancias.
Aún no sabemos que vamos a presenciar una de las últimas presentaciones de Ikey Owens, el increíble tecladista de la banda de Jack White, quien morirá en un par de días en un hotel de Puebla.
A pesar del agotamiento, estamos maravillados por todo lo que acontece. En esta ciudad hay que tomar decisiones al momento: cuando comienzan a sonar los acordes de Dead leaves and the dirty ground, sabemos que hicimos lo correcto al quedarnos.
Por Alex Gámez