Marcapasos V: 17 latidos
El trabajo era más o menos imposible. Tenía que corregir un documento de 150 páginas, integrando los cambios de tres versiones distintas y esperar una posible cuarta versión. En un día. Acepté la chamba porque me recomendó un amigo, porque el documento era un reporte importante sobre las pasadas elecciones y, sobre todo, porque quería demostrarme que podía.
Esa mañana había recogido los resultados del estudio para determinar qué pasaba con mi corazón. Abrí el sobre del laboratorio por pura inercia: un cuadernillo con gráficas y un par de hojas con palabras que no entendía, al final una frase muy clara: requiere atención médica urgente.
¿Qué es urgente?
Yo no me sentía peor de lo que era mi nueva normalidad. Pero requerir algo urgente en el corazón encendió una alarma. Hablé con un cardiólogo y le comenté lo del estudio. Me citó al día siguiente. En 24 horas no podía pasar nada tan grave, pensé. ¿Qué podía ser tan grave si yo no lo sentía?
Tenía muchas ganas de recuperar cierto control sobre mi cuerpo. Y aunque la energía apenas me alcanzaba para cumplir mi rutina, fui a la reunión de trabajo. Me recibió la mujer que la noche anterior había sido condescendiente en una llamada sobre mis capacidades para hacer ese proyecto. Era urgente.
Corregir, editar, diseñar e imprimir en tres días un texto que aún no estaba listo no era urgente, era un disparate. Pero dije que sí. Si ella me enviaba el texto esa misma noche, yo tendría lista la corrección al otro día a las 6 tarde, antes de mi cita con el cardiólogo.
Logré terminar apenas. Llegué al consultorio a tiempo, el doctor iba retrasado. Yo tenía el mail listo con el archivo para enviarlo a las 6. Me llamaron del consultorio antes de enviarlo.
Incompatible con la vida
Sentada frente al doctor, con mis papás al lado. La rutina de siempre: datos generales, antecedentes familiares, ¿qué te pasa? Después le entregué el estudio clínico. El doctor, muy serio de por sí, empezó a intercalar miradas entre el estudio y mi cara. Me preguntó, más de una vez, si no me sentía mal, si no me mareaba o desmayaba. Cerró el cuadernillo del estudio y me mandó a ponerme una bata.
Mientras batallaba para quitarme las capas de ropa dignas de diciembre, escuché al doctor hablar con mis papás. Tiene un bloqueo grave. Su ritmo cardíaco baja muchísimo cuando duerme, hasta 17 latidos por minuto. Menos de 30 es incompatible con la vida.
Salí del vestidor jurando haber oído mal. Yo no sentía nada. ¿Cómo se siente la vida? Me acosté en la mesa de exploración sin cruzar mirada con mis papás. Yo escuchaba y entendía muy bien lo que decía el doctor. Pero no importaba: él ya no me hablaba a mí. Me hizo otro estudio. Sin mirarme, me tomó las manos que estaban de un morado casi negro, y se las mostró a mis padres.
Necesita estar hospitalizada, necesita oxígeno, necesita un marcapasos de emergencia. Vi de reojo la palidez de mis papás. El doctor les hablaba de precios aproximados, de hospitales públicos que eran opción. Yo me enredaba los cordones de la bata en los dedos que seguían morados, y pensaba las ventajas de haber preparado el mail con el archivo.
Es importante
Salí del consultorio rumbo a urgencias del Instituto Nacional de Cardiología. Empecé a caminar delante de mis papás y mi hermano. Envié desde mi celular el correo con el trabajo.
En el coche empecé a pensar en todo lo que, en una hora de consulta, había dejado de ser compatible con mi vida. La junta del día siguiente, la comida de cierre de año del fin de semana, el viaje familiar dos semanas más tarde, la llamada nocturna a mi pareja. Lo más próximo de pronto se hizo lejano. Lo que siempre fue importante cedía su lugar a lo indispensable para vivir.
Entré con mi mamá al hospital por la puerta equivocada. Cuando dimos con la entrada no pude contener la risa al escuchar que urgencias de cardiología estaba en el segundo piso. Es el primer filtro, pensé, si llegas, algún chance tienes.
Una enfermera me registró. Me preguntó mi edad. 35. Muy joven, dijo viendo a mi mamá que repitió: sí, muy joven. Y ahí acepté que yo ya no mandaba ni en mi cuerpo.
En la sala de espera, con 12% de batería en el celular, recibí una llamada de la mujer del trabajo. Tenía dudas y quería que revisáramos algunas cosas. Me disculpé y lo dije por primera vez en voz alta: estoy en urgencias. Traté de explicar que no podía hacer nada. Es que es importante, me dijo. Por segunda vez, juré que había escuchado mal. Urgente e importante sí pueden ser incompatibles.
No lo sé de cierto, pero lo supongo
Tres horas después, salí del hospital con un diagnóstico incierto. Todo podía o no ser grave y el desempate llegaría con otro doctor hasta el día siguiente. Aún sin sentir nada, regresé a mi cama y por primera vez la vi con desconfianza. Fue la primera de varias noches que dormí con un oxímetro en el dedo. Cada tanto me despertaba para checar que los luminosos números rojos no marcaran 17.
Desperté y me vi las manos que ya no estaban moradas. Un rato después entró mi mamá y me hizo la pregunta que se volvería tan cotidiana: ¿cómo te sientes? Bien, dije por costumbre, pero sin saberlo de cierto.
Abrí las cobijas y la llamé para que se acostara conmigo. Nos abrazamos un buen rato. Las dos sabíamos que yo no estaba bien. Pero había despertado y, sólo por eso, podíamos respirar más tranquilas.
Gabriela Astorga – @Gastorgap
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